«Nuestra fe en ti, Dios uno en tres Personas, nos sea prenda de salvación» (Misal Romano, oración después de la Comunión).
Concluido el ciclo de los misterios de la vida de Cristo, la Liturgia se eleva a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. En el Antiguo Testamento este misterio es desconocido; sólo a la luz de la revelación neotestamentaria se pueden descubrir en él lejanas alusiones. Una de las más expresivas es la contenida en el elogio de la Sabiduría, atributo divino presentado como persona (Pr 8, 22-31; 1ª lectura). El Señor me poseyó al principio de sus tareas, al principio de sus obras antiquísimas... Antes de los abismos fui engendrada... Cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto» (ib 22.24.29-30). Es, pues, una persona coexistente con Dios desde la eternidad, engendrada por él y que tiene junto a él una misión de colaboradora en la obra de la creación.
Para el cristiano no es difícil descubrir en esta personificación de la sabiduría-atributo una figura profética de la sabiduría increada, el Verbo eterno, segunda Persona de la Santísima Trinidad, de la que escribió San Juan: «En el principio la Palabra existía, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella» (1, 1.3). Pero las expresiones que más impresionan son aquellas en que la sabiduría dice que se goza por la creación de los hombres y que tiene sus delicias en ellos. ¿Cómo no pensar en la Sabiduría eterna, en el Verbo que se hace carne y viene a morar entre los hombres?
En la segunda lectura (Rm 5, 1-5), la revelación de la Trinidad es claramente manifiesta. Ahí están las tres Personas divinas en sus relaciones con el hombre. Dios Padre lo justifica restableciéndolo en su gracia, el Hijo se encarna y muere en la cruz para obtenerle ese don y el Espíritu Santo viene a derramar en su corazón el amor de la Trinidad. Para entrar en relaciones con los «Tres», el hombre debe creer en Cristo su Salvador, en el Padre que lo ha enviado y en el Espíritu Santo que inspira en su corazón el amor del Padre y del Hijo. De esta fe nace la esperanza de poder un día gozar «de la gloria de los hijos de Dios» (ib 2) en una comunión sin velos con la Trinidad sacrosanta. Las pruebas y las tribulaciones de la vida no pueden remover la esperanza del cristiano; ésta no es vana, porque se funda en el amor de Dios que desde el día del bautismo «ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (ib 5). Fe, esperanza y amor son las virtudes que permiten al cristiano iniciar en la tierra la comunión con la Trinidad que será plena y beatificante en la gloria eterna.
El
Evangelio del día (Jn 16, 12-15) proyecta nueva luz sobre la misión del Espíritu
Santo y sobre todo el misterio trinitario. En el discurso de la Cena, al prometer
el Espíritu Santo, dice Jesús: «Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os
guiará hasta la verdad plena» (ib 13). También Jesús es la Verdad (Jn 14, 6) y
ha enseñado a los suyos toda la verdad que ha aprendido del Padre —«todo lo que
he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15)—; por eso el Espíritu
Santo no enseñará cosas que no estén contenidas en el mensaje de Cristo, sino
que hará penetrar su significado profundo y dará su exacta inteligencia
preservando la verdad del error. Dios es uno solo, por eso única es la verdad;
el Padre la posee totalmente y totalmente la comunica al Hijo: «Todo lo que
tiene el Padre es mío», declara Jesús y añade: el Espíritu Santo «tomará de lo
mío y os lo anunciará» (Jn 16, 15).
De este modo afirma Jesús la unidad de naturaleza y la distinción de las tres Personas divinas. No sólo la verdad, sino todo es común entre ellas, pues poseen una única naturaleza divina. Con todo, el Padre la posee como principio, el Hijo en cuanto engendrado por el Padre y el Espíritu Santo en cuanto que procede del Padre y del Hijo. No obstante, el Padre no es mayor que el Hijo, ni el Hijo que el Espíritu Santo. En ellos hay una perfecta comunión de vida, de verdad y de amor. El Hijo de Dios vino a la tierra justamente para introducir al hombre en esta comunión altísima haciéndolo capaz por la fe y el amor, de vivir en sociedad con la Trinidad que mora en él.
Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreación que de mí hiciste en la sangre de tu Hijo, he conocido que estabas enamorado de la belleza de tu hechura.
¡Oh abismo, oh deidad eterna, oh mar profundo! ¿Podías dar algo más que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume. Eres fuego que consume en su calor todo amor propio del alma. Eres fuego que quita toda frialdad. Tú alumbras...
En esta luz te conozco a ti, santo e infinito Bien; Bien sobre todo bien. Bien feliz, Bien incomprensible, Bien inestimable. Belleza sobre toda belleza. Sabiduría sobre toda sabiduría, porque tú eres la sabiduría misma. Tú, manjar de los ángeles, dado con fuego de amor a los hombres. Tú, vestido que cubre toda desnudez, sacias al hombre en tu dulzura. Dulce, sin mezcla de amargura.
¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste... he conocido... el camino de la gran perfección para que te sirva con luz y no con tinieblas, sea espejo de buena y santa vida y me eleve de mi vida miserable, ya que por culpa mía te he servido siempre en tinieblas... Y tú, Trinidad eterna, con tu luz disipaste las tinieblas. (Santa Catalina de Siena, Diálogo 167).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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