«Aquí estoy, Señor, para
hacer tu voluntad» (Salmo responsorial).
El
motivo dominante de la liturgia de esta solemnidad es el del ofrecimiento y
entrega total a Dios. Se canta en la antífona de entrada, se repite en el
estribillo del salmo responsorial y se proclama en la segunda lectura: «Aquí
estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 5-7). Expresa las disposiciones
de Cristo y de su Madre íntimamente unidos en una actitud idéntica de
ofrecimiento y de aceptación.
El
autor de la Carta a los Hebreros sacó esas palabras del salterio (SI 39, 8.9) y
las recibió como pronunciadas por el Hijo de Dios en el momento de su
encarnación: «Cuando Cristo entró en el mundo, dijo: "Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias". Entonces yo dije lo que está escrito
en el libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Hb 10,
5-7). Antes que el Hijo de Dios pronunciase en el tiempo su ofrecimiento, antes
que tomase el cuerpo que el Padre había determinado prepararle en el seno de
una humilde doncella, era necesario que ese mismo ofrecimiento fuese hecho por
la que debía ser su Madre.
Dios,
en efecto, infinitamente respetuoso de la libertad de su criatura, «quiso que
precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada» (LG 56). Y
María al anuncio del ángel, hizo su ofrecimiento: «Aquí está la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). La diferencia de términos no
anula la Identidad de significado y de disposiciones. El Ecce ancilla Domini
de María es el eco perfecto en el tiempo del Ecce eterno del Verbo y
hace posible su actuación. Su ofrecimiento se funde con el de Cristo formando
una única oblación que Madre e Hijo vivirán inseparablemente unidos hasta
consumarla en el Calvario para gloria del Padre y redención de los hombres.
Así
hoy, guiados por la Liturgia, los fieles celebran la ofrenda más excelsa que
jamás haya sido presentada a Dios y de la que salió nuestra salvación. Mientras
dan gracias a Cristo y a su Madre por este don inmenso, le suplican los haga
capaces de ofrecerse a Dios sin reservas para que se cumpla en ellos toda su
voluntad. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».
En
la solemnidad de la Anunciación, aparece Jesús más unido que nunca a María no
sólo en el relato evangélico, sino también en la profecía de Isaías que hoy se
lee en la primera lectura (7, 10-14). En un momento crítico de la historia de
Israel, el profeta anuncia al rey Acaz un salvador extraordinario enviado por
Dios, cuyo nacimiento será de una virgen: «Mirad: la virgen está encinta y da a
luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel» (ib 14).
El
vaticinio, aunque pronunciado en un contexto de detalles que se refieren a la
historia de aquellos tiempos, es demasiado explícito para no reconocer en él el
primer anuncio misterioso de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la
Virgen de Nazaret. Así lo interpreta Mateo, que lo reproduce textualmente como
conclusión de su narración del nacimiento de Jesús: «Todo esto sucedió para que
se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: "Mirad: la virgen
está encinta y da a luz un hijo y le pone por nombre Emmanuel, que significa:
Dios con nosotros"» (1, 22-23).
En
el Evangelio del día, Lucas refiere el hecho histórico del anuncio del nacimiento
de Jesús (1, 26-38). La narración es abiertamente mariana, sea porque sólo
María puede haberla referido, sea porque fue ella la protagonista. Pero todo
está en función del que había de venir: Jesús. Este es designado como «Hijo del
Altísimo», a quien se le dará «el trono de David..., y su reino no tendrá fin»
(ib 32-33). Su concepción en el seno de María no será por obra de varón, sino
por intervención divina especial: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Ib 35).
Ante
la grandeza inaudita de este anuncio, María se abisma en un acto de fe y de humildad
sin precedentes. Justamente porque es humilde, cree cosas humanamente
imposibles; primera entre todas las criaturas cree la Virgen en Cristo Hijo de
Dios, que, por un misterio inexplicable, está para hacerse en ella hombre
verdadero. Creyendo acepta, pero su humildad no le permite ofrecerse a Dios
sino en cualidad de esclava; y Dios responde al punto haciendo de ella la madre
intacta de su Unigénito. Misterio de misericordia infinita por parte del
Altísimo; acto de humildad y de fe por parte de María. «La Virgen escucha, cree
y concibe», dice San Agustín (Sermón 196, 1, 1). Humildad y fe son la tierra
fértil en la que Dios realiza los milagros de su amor todopoderoso.
¡Oh
Verbo!, tú te lanzas hacia la [criatura] imagen tuya y por amor a la carne te
revestiste de carne; por amor a mi alma, te dignas fundir tu persona divina con
un alma inteligente... ¡Oh fusión inaudita, oh compenetración paradójica! Tú,
que eres el que es, vienes al tiempo, increado, te haces objeto de creación. Tú
que no puedes ser contenido en ningún lugar, entras en el tiempo y en el espacio
y un alma espiritual se convierte en mediadora entre la divinidad y la pesadez
de la carne. Tú que lo enriqueces todo, te haces pobre y sufres la pobreza de
mi carne, para que sea yo enriquecido con tu divinidad. Tú que eres la
plenitud, te vacías; te despojas por un tiempo de tu gloria, para que pueda yo participar
de tu plenitud.
¡Qué
riqueza de bondad! ¡Qué inmenso misterio te envuelve! He sido hecho partícipe
de tu imagen, Dios mío, pero no he sabido guardarla; ahora tú te haces
partícipe de mi carne para salvar la imagen que me diste y para hacer inmortal
mi carne. (San Gregorio Nacienceno, Oratio, 45, 9).
¡Oh
María!, vaso de humildad, en el que está y arde la llama del verdadero conocimiento,
por el que te levantaste por encima de ti y por eso agradaste al Padre eterno,
por lo cual él te arrebató y te atrajo a sí, amándote con singular amor. Con
esta luz y fuego de tu caridad y con el aceite de tu humildad atrajiste e
inclinaste a su divinidad a venir a ti; aunque antes fue atraído para venir a nosotros
por el ardentísimo fuego de su inestimable caridad...
¡Oh
María, dulcísimo amor mío!, en ti está escrito el Verbo, del que hemos recibido
la doctrina de la vida... Yo veo que este Verbo, apenas escrito en ti, no estuvo
sin la cruz del santo deseo; apenas concebido en ti, le fue infundido y unido
el deseo de morir por la salvación del hombre, para lo que se encarnó...
¡Oh
María!, hoy tu tierra nos ha germinado al Salvador... ¡Oh María! Bendita seas
entre todas las mujeres por todos los siglos, que hoy nos has dado parte de tu
harina. Hoy le Deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente,
que jamás se pudo separar ya esta unión ni por la muerte ni por nuestra
ingratitud. (Santa Catalina de Siena, Elevaciones, 15).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.