domingo, 2 de noviembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: Conmemoración de todos los fieles difuntos

 
«Señor, los que son fieles permanecerán junto a ti en el amor» (Sb 3, 9).

Ayer la Iglesia peregrina en la tierra celebraba la gloria de la Iglesia celestial invocando la intercesión de los Santos y hoy se reúne en ración para hacer sufragios por sus hijos que, «ya difuntos, se purifican» (LG 49). Mientras dure el tiempo, la Iglesia constará de tres estados: los bienaventurados que gozan ya de la visión de Dios, los difuntos necesitados de purificación todavía no admitidos a ella, y los viadores que soportan las pruebas de la vida presente. Entre unos y otros hay una separación profunda, que, no obstante, no impide su unión espiritual, «pues todos los que son de Cristo... constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él.

La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien... se robustece con la comunicación de bienes espirituales» (ib). ¿Qué bienes son estos? Los santos interceden por los hermanos que combaten aquí abajo y los estimulan con su ejemplo; y éstos oran para apresurar la gloria eterna a los hermanos difuntos que aguardan ser introducidos en ella. Es la comunión de los santos en función: santos del cielo, del purgatorio o de la tierra, pero todos santos, aunque en grado muy diferente, por la gracia de Cristo que los vivifica y en la que todos están unidos.

A la luz de esta consoladora realidad, la muerte no aparece más como la destrucción del hombre, sino como tránsito y a un nacimiento a la vida verdadera, la vida eterna. «Sabemos -escribe San Pablo- que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que es de Dios, una habitación eterna... que está en los cielos» (2 Cr 5, 1; 2.ª lectura, 2.ª Misa). Viadores en la tierra, difuntos en el purgatorio y bienaventurados en el cielo, estamos todos en camino hacia la resurrección final, que nos hará plenamente participantes del misterio pascual de Cristo. Y mientras lo somos en parte, oremos unos por otros y, sobre todo, ofrezcamos sufragios por nuestros muertos, porque «es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado» (2 Mac 12, 46; 1.ª lectura, 3.ª Misa).

La Liturgia del día pone el acento sobre la fe y la esperanza en la vida eterna, sólidamente fundadas en la Revelación. Es significativo el trozo del libro de la Sabiduría (1.ª lectura, 1.ª Misa: Sb 3, 1-6. 9): «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. Creyeron los insensatos que habían muerto; tuvieron por quebranto su salida de este mundo, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz» (ib 1-3). Para quien ha creído en Dios y le ha servido, la muerte no es un salto en la nada, sino en los brazos de Dios: es el encuentro personal con él, para «permanecer junto a él en el amor» (ib 9) y en la alegría de su amistad. El cristiano auténtico no teme, por eso, la muerte, antes, considerando que mientras vivimos aquí abajo «vivimos lejos del Señor», repite con San Pablo: «Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cr 5, 6.8; 2.ª lectura, 2.ª Misa). No se trata de exaltar la muerte, sino de verla como realmente es en el plan de Dios: el natalicio para la vida eterna.

Esta visión serena y optimista de la muerte se basa sobre la fe en Cristo y sobre la pertenencia a él: «ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite el último día» (Jn 6, 39; Evangelio, 2.ª Misa). Todos los hombres han sido dados a Cristo, y él los ha pagado al precio de su sangre. Si aceptan su pertenencia a él y la viven con la fe y con las obras según el Evangelio, pueden estar seguros de que serán contados entre los «suyos» y, como a tales, nadie podrá arrancarlos de su mano, ni siquiera la muerte. «Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8; 2.ª lectura, 1.ª Misa). Somos del Señor porque nos ha redimido e incorporado a sí, porque vivimos en él y para él mediante la gracia y el amor; si somos suyos en vida, lo continuaremos siendo en la muerte.

Cristo, Señor de nuestra vida, vendrá a ser el Señor de nuestra muerte, que él absorberá en la suya transformándola en vida eterna. Así se verifica para los creyentes la plegaria sacerdotal de Jesús: «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que tú me has dado, para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24; Evangelio, 3.ª Misa). A esta oración de Cristo corresponde la de la Iglesia, que implora esa gracia para todos sus hijos difuntos: «Concede, Señor, que nuestros hermanos difuntos entren en la gloria con tu Hijo, el cual nos une a todos en el gran misterio de tu amor» (Sobre las ofrendas, 1.ª Misa).

 

Señor y Dios, no se puede desear para los otros más de lo que se desea para sí mismo. Por eso te suplico: no me separes después de la muerte de aquellos que he amado tan tiernamente en la tierra. Haz, Señor, te lo suplico, que donde esté yo se encuentren los otros conmigo, para que allá arriba pueda gozarme de su presencia dado que en la tierra me vi tan presto privado de ellos.

Te imploro, Dios soberano, acojas pronto a estos hijos amados en el seno de la vida. En lugar de su vida terrena tan breve, concédeles poseer la felicidad eterna. (San Ambrosio, De obitu Valentiniani, 81).

Oh Señor y Creador del universo y especialmente del hombre, creado a tu imagen; Dios de los hombres, Padre, Señor de la vida y de la muerte; tú conservas y colmas de beneficios nuestras almas; tú los acabas y transformas todo con la obra de tu Verbo, en la hora establecida y según la disposición de tu sabiduría; acoge hoy a nuestros hermanos difuntos como a las primicias de nuestra peregrinación...

Ojalá nos acojas también a nosotros, en el momento que te plazca, después de habernos guiado y mantenido en la carne, el tiempo que te parezca útil y saludable. Ojalá nos acojas preparados por tu temor, sin turbación y sin vacilación, en el último día. Haz que no dejemos con pena las cosas de la tierra, como acaece a los que están demasiado asidos al mundo y a le carne; haz que nos dirijamos resueltos y felices hacia la vida perene y bienaventurada, que se halla en Cristo Jesús, Señor nuestro, de quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (San Gregorio Nacianceno, Oración por el hermano Cesáreo, 24).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: Solemnidad de todos los santos

 

«Estos son los que buscan al Señor» (Salmo resp.).

«Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios» (Entrada). La Liturgia de la Iglesia peregrina se une hoy a la de la Iglesia celestial para celebrar a Cristo Señor, fuente de la santidad y de la gloria de los elegidos, «muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (ib 9). Todos están «marcados en la frente» y «vestidos con vestiduras blancas», lavadas «en la sangre del Cordero» (ib 3, 9.14). Marca y vestidos son símbolos del bautismo que imprime en el hombre el carácter inconfundible de la pertenencia a Cristo y que, purificándolo del pecado, lo reviste de pureza y de gracia en virtud de su sangre. Pues la santidad no es otra cosa que la maduración plena de la gracia bautismal, y así es posible en todos los bautizados.

Los Santos que festeja hoy la Iglesia no son sólo los reconocidos oficialmente por la canonización, sino también aquellos otros muchos más numerosos y desconocidos que han sabido, «con la ayuda de Dios, conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron» (LG 40). Santidad oculta, vivida en las circunstancias ordinarias de la vida, sin brillo aparente, sin gestos que atraigan la atención, pero real y preciosa. Mas hay una característica común a todos los elegidos: «Estos son -dice el sagrado texto- los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7, 14). «Gran tribulación» es la lucha sostenida por la defensa de la fe, son las persecuciones y el martirio sufridos por Cristo, y lo son también las cruces y los trabajos de la vida cotidiana.

Los Santos llegaron a la gloria sólo a través de la tribulación, la cual completó la purificación comenzada en el bautismo y los asoció a la pasión de Cristo para asociarlos luego a su gloria. Llegados a la bienaventuranza eterna, los elegidos no cesan de dar gracias a Dios por ello y cantan «con voz potente»: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono y del Cordero» (ib 10). Y responde en el cielo el «Amén» eterno de los ángeles postrados delante del trono del Altísimo (ib 11-12); y debe responder en la tierra el «Amén» de todo el Pueblo de Dios que camina hacia la patria celestial esforzándose en emular la santidad de los elegidos. «Amén», así es, por la gracia de Cristo que abre a todos el camino de la santidad.

La segunda lectura (1 Jn 3, 1-3) reasume y completa el tema de la primera lectura poniendo en evidencia el amor de Dios que ha hecho al hombre hijo suyo y la dignidad del mismo hombre que es realmente hijo de Dios. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (ib 1). Don que no se reserva para la vida eterna, sino que se otorga ya en la vida presente, realidad profunda que transforma interiormente al hombre haciéndolo partícipe de la vida divina. Con todo, aquí en la tierra es una realidad que permanece velada; se manifestará plenamente en la gloria; entonces «seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es» (ib 2). La gloria que contempla hoy la Iglesia en los Santos es precisamente la que se deriva de la visión de Dios, por la cual están revestidos y penetrados de su resplandor infinito.

En el Evangelio (Mt 5, 1-12a) Jesús mismo ilustra el tema de la santidad y de la bienaventuranza eterna mostrando el camino que conduce a ella. Punto de partida son las condiciones concretas de la vida humana donde el sufrimiento no es un incidente fortuito, sino una realidad conexa a su estructuró. Jesús no vino a anularlo, sino a redimirlo, haciendo de él un medio de salvación y de bienaventuranza eterna. La pobreza, las aflicciones, las injusticias, las persecuciones aceptadas con corazón humilde y sumiso a la voluntad de Dios, con serenidad nacida de la fe en él y con el deseo de participar en la pasión de Cristo, no envilecen al hombre, antes lo ennoblecen; lo purifican, lo hacen semejante al Salvador doliente y, por ende, digno de tener parte en su gloria.

«Bienaventurados los pobres..., bienaventurados los que lloran..., bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia..., bienaventurados los perseguidos..., porque de ellos es el Reino de los Cielos» (ib 3 4.6.10). También las otras cuatro bienaventuranzas, aunque no digan relación directa al sufrimiento, exigen un gran espíritu de sacrificio. Pues no se puede ser manso, misericordioso, puro de corazón o pacífico sin luchar contra las propias pasiones y sin vencerse a sí mismo para aceptar serenamente situaciones difíciles y sembrar doquiera amor y paz.

El itinerario de las bienaventuranzas es el recorrido por los santos; pero de modo especialísimo es el recorrido por Jesús que quiso tomar sobre sí las miserias y sufrimientos humanos para enseñar al hombre a santificarlos. En él pobre, doliente, manso, misericordioso, pacífico, perseguido y por este camino llegado a la gloria, encuentra el cristiano la realización más perfecta de las bienaventuranzas evangélicas.

 

¡Oh almas que ya gozáis sin temor de vuestro gozo y estáis siempre embebidas en alabanzas de mi Dios! Venturosa fue vuestra, suerte. Qué gran razón tenéis de ocuparos siempre en estas alabanzas y qué envidia os tiene mi alma, que estáis ya libres del dolor que dan las ofensas tan graves que en estos desventurados tiempos se hacen a mi Dios, y de ver tanto desagradecimiento, y de ver que no se quiere ver esta multitud de almas que lleva Satanás.

¡Oh bienaventuradas almas celestiales! Ayudad a nuestra miseria y sednos intercesores ante la divina misericordia, para que nos dé algo de vuestro gozo y reparta con nosotras de ese clero conocimiento que tenéis.

Dadnos, Dios mío, Vos a entender qué es lo que se da a los que pelean varonilmente en este sueño de esta miserable vida. Alcanzadnos, oh ánimas amadoras, a entender el gozo que os da ver la eternidad de vuestros gozos, y cómo es cosa tan deleitosa ver cierto que no se han de acabar...

¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa y permaneciente con este precioso precio!, decidnos: ¿cómo granjeabais con él bien tan sin fin? Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 13, 1-2. 4).

Soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto gustan los corazones nobles y generosos de hacer el bien. Os suplico, pues, ¡oh bienaventurados moradores del cielo!, os suplico que me adoptéis por hija. Para vosotros solos será la gloria que me hagáis adquirir; pero dignaos escuchar mi súplica. Es temeraria, lo sé, sin embargo, me atrevo a pediros que me alcancéis vuestro doble amor. (Santa Teresa del Niño Jesús, MB XI, 16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 26 de octubre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 30º Domingo del Tiempo Ordinario: “El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, ensalzado”

 

“Señor, tú estás cerca de los atribulados, salvas a los abatidos” (Salmo 33,19).

“Los gritos del pobre atraviesan las nubes” (Eclo 35, 17) y obtienen gracias; he aquí el centro de esta liturgia dominical. El hombre debe hacer obras buenas y ofrecer a Dios sacrificios; pero que no piense “comprarse” a Dios con estos medios. Dios no es como los hombres, que se dejan corromper con dádivas y favores, pues mira únicamente al corazón del que recurre a él. Si alguna preferencia tiene es siempre para los que la Biblia llama “los pobres de Yahvé”, que se vuelven a él con ánimo humilde, contrito, confiado y convencidos de no tener derecho a sus favores.

La primera lectura (Eclo 35, 12-14.16-18) es precisamente un elogio de la justicia de Dios, que no se fija en el rostro de nadie, ni es parcial con ninguno (ib 12-13), sino que escucha la oración del pobre, del indefenso, del huérfano y de la viuda. Y es un elogio de la oración del humilde, conocedor de su indigencia y de su necesidad de auxilio y de salvación. Esta es la oración que “atraviesa las nubes” y obtiene gracia y justicia.

Este trozo del Antiguo Testamento es una introducción óptima a la parábola evangélica del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14), en la que Jesús confronta la oración del soberbio y la del humilde. Un fariseo y un publicano suben al templo con idéntica intención: orar, pero su comportamiento es diametralmente opuesto. Para el primero la oración es un simple pretexto para jactarse de su justicia a expensas del prójimo. “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros… Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” (ib 11-12). ¿Quién, pues, más justo que él, que no tiene pecado y cumple todas las obras de la ley? Se siente, por ello, digno de la gracia de Dios y la exige como recompensa a sus servicios. Como buen fariseo está satisfecho y complacido de una justicia exterior y legal, mientras su corazón está lleno de soberbia y de desprecio al prójimo.

Al contrario, el publicano se confiesa pecador, y con razón, porque su conducta no es conforme a la ley de Dios. Sin embargo está arrepentido, reconoce su miseria moral y se da cuenta de que no es digno del divino favor: “no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (ib 13).

La conclusión es desconcertante: “Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no” (ib 14). Jesús no quiere decir que Dios prefiera libertinos o estafadores al hombre honesto cumplidor de la ley; sino que prefiere la humildad del pecador arrepentido a la soberbia del justo presuntuoso. “Porque todo el que se enaltece -en la confianza y seguridad de sí- será humillado, y el que se humilla -en la consideración de la propia miseria- será enaltecido” (ib). En realidad, por su soberbia y falta de amor, el fariseo tenía, no menos que el publicano, suficientes motivos para humillarse.

También la segunda lectura (2 Tim 4,6-8. 16-18) nos ofrece un pensamiento que ilumina esta enseñanza. Al ocaso de su vida, san Pablo hace una especie de balance: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe” (ib 7). Reconoce, pues, el bien realizado, pero con un espíritu muy diferente del fariseo. El lugar de anteponerse a los otros, declara que el Señor le dará “la corona merecida” no a él sólo, “sino a todos los que tienen el amor a su venida” (ib 8). En lugar de jactarse del bien obrado, confiesa que es Dios quien le ha sostenido y dado fuerza; lejos de contar con sus méritos, confía en Dios para ser salvo y le da por ello gracias. “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos! ¡Amén! (ib 18).

 

“Tú, Señor, no te alejes; estáte cerca. ¿De quién está cerca el Señor? De los que atribularon su corazón. Está lejos de los soberbios, está cerca de los humildes, mas no piensen los soberbios que están ocultos, pues desde lejos los conoce. De lejos conocía al fariseo que se jactaba de sí mismo, y de cerca socorría al publicano que se arrepentía. Aquel se jactaba de sus obras buenas y ocultaba sus heridas; éste no se jactaba de sus méritos, sino que mostraba sus heridas. Se acercó al médico y se reconoció enfermo; sabía que había de sanar; con todo, no se atrevió a levantar los ojos al cielo; golpeaba el pecho; no se perdonaba a sí mismo para que Dios le perdonase, se reconocía pecador para que Dios no le tuviese en cuenta sus yerros, se castigaba para que Dios le librase…

Señor, lejos de mí creerme justo… A mí me toca clamar, gemir, confesar, no exaltarme, no vanagloriarme, no preciarme de mis méritos, porque si tengo algo de lo que pueda gloriarme, ¿qué es lo que no he recibido? (San Agustín, In Ps 39, 20).

Enséñame, Señor, a hacerte camino con la confesión de los pecados, a fin de que puedas acercarte a mí… Así vendrás tú y me visitarás, porque tendrás en donde afianzar tus pasos, tendrás por donde venir a mí. Antes de que confesase mis pecados, te había obstruido el camino para llegar a mí; no tenías senda por donde acercarte a mí. Confesaré, pues, mi vida y te abriré el camino; y tú, oh Cristo, vendrás a mí y pondrás en el camino tus pasos, para instruirme y guiarme con tus huellas” (San Agustín, In Ps, 84, 16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 


domingo, 19 de octubre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 29º Domingo del Tiempo Ordinario: “Es preciso orar siempre sin desfallecer”

 

“El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Salmo 120, 2).

Los textos escriturísticos de este domingo se centran en el tema de la fe, considerada sobre todo como recurso confiado a Dios y seguridad de su intervención. Tomado del libro del Éxodo (17, 8-13, primera lectura) se lee el conocido episodio de la oración de Moisés en el monte, mientras en el valle luchaban los hijos de Israel contra los amalecitas. “Mientras Moisés tenía en alto la mano (en actitud de súplica), vencía Israel; mientras la tenía bajada, vencía Amalec” (ib 11).

Las manos levantadas eran “signo” de la oración elevada a Dios para invocar su auxilio y al mismo tiempo –pues Moisés sostenía “el bastón de Dios” (ib 9) con el que había realizado tantos prodigios- eran una incitación al pueblo a batirse con bravura. Así para impedir que el cansancio hiciese caer los brazos de Moisés, “Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado” (ib 12). Expresión admirable de una fe que esperaba la victoria mucho más del auxilio divino que del valor de los combatientes.

El trozo evangélico refiere la parábola del juez y la viuda (Lc 18, 1-8), propuesta por Jesús para inculcar “a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse” (ib 1). Se trata de un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, y así no se preocupaba de defender la causa de los débiles y oprimidos según prescribía la ley de Dios. Por eso no quiere saber nada de una pobre viuda que recurre a él en demanda de justicia; pero, al fin, cede a sus ruegos únicamente para que ella no le siga fastidiando.

De este ejemplo parte Jesús para dar a entender que Dios, mucho mejor que el juez injusto, escuchará las súplicas de quien recurre a él con constancia confiada. “Pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar” (ib 7-8). La oración continua que Jesús inculca aquí, es sobre todo la oración por el advenimiento del Reino de Dios y por la salvación de los elegidos cuando, en el último día, venga el Hijo del Hombre a juzgar al mundo (cfr. Lc 17, 22-37).

Los creyentes deben vivir aguardando ese día y rogar incesantemente para que sea día de salvación. Por parte de Dios la salvación está asegurada porque Cristo ha muerto y resucitado por todo el género humano. Más por parte de los hombres se precisa una condición: la fe. ¿Pero cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará esta fe en la tierra? (ib 8). La pregunta con que Jesús concluye la parábola induce a una seria reflexión. La Iglesia atribulada puede estar segura de que su suplica incesante será finalmente oída.

Dios hará justicia a sus elegidos, aunque actualmente los deja pasar por persecuciones, angustias y fracasos, como lo permitió para su Elegido, Jesucristo. Pero es necesario que la Iglesia y cada uno de los fieles guarden íntegra la fe y la defiendan de las asechanzas del abatimiento. Cuanto más firme y segura sea la fe que Dios encuentre en ellos, tanto más intervendrá a su favor, como intervino a favor de Israel.

En este contexto la segunda lectura (2 Tim 3, 14 - 4, 2) suena como una exhortación apasionada a permanecer firmes en la fe a pesar de las teorías contrarias y la desbandada de muchos. “Permaneced en lo que has aprendido”, escribe san Pablo a Timoteo; lo ha aprendido en la Sagrada Escritura, la cual instruye para “la salvación” que se consigue “por la fe en Cristo Jesús” (ib 3, 14-15). El que se mantiene adherido a la Palabra de Dios no vacilará, estará defendido contra todo asalto y “perfectamente equipado para toda obra buena”.

 

“Levanto mis ojos a los montes: ¿de donde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme… El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha… El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre” (Sal 120).

“Señor, enséñame a orar incesantemente sin perder un instante. A orar por nosotros, pero más aún por el prójimo, ya que es ‘mejor dar que recibir’. Haz que oremos y supliquemos sin temor de pedir las gracias más elevadas. Cuanto mayores sean nuestras peticiones, más digno de ti será escucharlas; ellas demostrarán nuestra fe, esa fe que tú quieres de nosotros, y serán una sola cosa con tu voluntad, porque tú tienes en el corazón el deseo de la santificación de todo el género humano.

Tú nos enseñas a pedir… tu gloria, la conversión de los hombres y la nuestra, el cumplimiento perfecto de tu voluntad en nosotros y en todos los hombres, el perdón de los pecados nuestros y ajenos, el auxilio contra las tentaciones, la liberación de todo pecado, de todo verdadero mal en esta vida y en la otra… Esto, Señor, es lo que quieres que pidamos, y esto nos lo concederás siempre, si te lo pedimos con fe” (Charles de Foucauld, La plegaria del pobre).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 12 de octubre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 28º Domingo del Tiempo Ordinario: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado»

 

“Señor, has dado a conocer tu salvación; los confines de la tierra la han contemplado” (Salmo 97, 2-3).

La gracia, el reconocimiento, el don de la fe y la vida de fe son los argumentos que se entrelazan en la Liturgia de este Domingo. La lectura primera (2 Rey 5, 10. 14-17) recuerda el suceso de Naamán el Sirio curado de la lepra por el profeta Eliseo. Dios se sirve de este milagro para revelarse a aquel pagano y llamarlo a la fe; y él, dócil a la gracia, responde convirtiéndose interiormente y proclamando en voz que el Dios de Israel es el único Dios verdadero: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel” (ib 15).

Luego, en señal de su reconocimiento quiere ofrecer un regalo al profeta que ha sido instrumento de su curación. Pero éste, con total desinterés, lo rehúsa. Eliseo, verdadero hombre de Dios -como auténtico profeta-, no quiere aprovecharse del reconocimiento de los creyentes para enriquecerse o hacerse un nombre.

En su primer discurso en la sinagoga de Nazareth Jesús citará el hecho de la curación de Naamán el Sirio (cfr. Lc 4, 27) –el único leproso sanado por Eliseo con preferencia a los de Israel-, para demostrar que la salvación no es un privilegio reservado a los judíos, sino un don ofrecido a todos los hombres. Un suceso semejante tendrá lugar más adelante cuando, durante su último viaje a Jerusalén, cure Jesús diez leprosos, de los cuales uno sólo –un extranjero- repetirá el gesto agradecido de Naamán y recibirá junto con la salud física el don de la salvación (Evangelio de hoy, Lc 17, 11-19). El grupo de esos diez enfermos que se encontró Jesús en su camino “se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” (ib 12-13). Es un grito de confianza en ese Jesús cuyos milagros han oído contar y cuya compasión por las miserias humanas han oído alabar. Es escuchado en su grito.

Pero el Señor les impone una condición: “Id a presentaros a los sacerdotes” (ib 14). Lo que la ley mosaica exigía al leproso ya curado para inspección de su curación (cfr. Lv 14, 2), Jesús lo exige a los diez antes aún de quedar curados, subrayando de ese modo el valor de la obediencia a la ley. Y mientras ellos van de camino para cumplir lo mandado, quedan sanos. Idéntica curación la de todos, pero no idéntica reacción. “Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano” (ib 15-16).

Los otros nueve no sienten necesidad de volver a dar gracias; tal vez porque como miembros del pueblo escogido consideran que tienen derecho a los dones de Dios. En cambio, el samaritano, extranjero como es, no se arroga derechos y considerándose indigno del favor de Dios, lo acoge con corazón humilde y agradecido. Esta actitud de humildad y reconocimiento lo dispone a un favor mayor aún, el de la salvación; “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (ib 19).

Por enésima vez afirma la Escritura que el don de la fe no está vinculado a ningún pueblo o situación, “la palabra de Dios no está encadenada” (Segunda lectura: 2 Tim 2, 8-13); nada puede impedirle florecer en los corazones más extraños al mundo de los creyentes y suscitar en ellos la fe. Pero san Pablo habla también de otro deber de la vida de la fe: considerar el sufrimiento, especialmente el que se deriva de la fidelidad a Cristo, no como algo hostil, sino como una gloria y un medio seguro de entrar en la órbita de la salvación. “Esta es doctrina segura: si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él” (ib 11-12).

 

“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclamad al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad” (Salmo 97, 1-4).

“Con aquel que sufría terriblemente en el cuerpo a causa de la lepra, yo te suplico por la angustia de mi alma…: ‘Señor, si tú quieres, puedes curarme’. Con los ciegos afligidos por su ceguera en una noche perpetua, levanto mi grito de lamento. Yo no te llamo ‘hijo de David’, sino te proclamo ‘hijo de Dios’, que es el ser supremo. No sólo te llamo Maestro…, sino creo que tú eres el Señor del cielo y de la tierra. No sólo tengo fe en el toque de tu mano, oh Dios misericordioso y vecino, sino creo en el poder de tu palabra para sanarme, aunque estuviese lejos, muy lejos… Tú lo quieres porque eres compasivo y lo puedes porque eres creador: di solamente una palabra y seré curado…

Concédeme… la condonación de mis grandes deudas, oh Dios de bondad y Señor de la bienaventuranza. Cuando mayor es tu liberalidad, más glorificado eres; cuando más magnánima es tu munificencia, más amado eres, cuanto de más misericordia usas, más gloria obtienes… Usa de otra tanta misericordia, conmigo que soy deudor de deudas incalculables, para que, proclamando con reconocimiento tus beneficios, mi amor se exprese con no menos intensidad. En todo sea para ti la gloria” (San Gregorio de Narek, Le livre de prières, 121-123).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 


domingo, 5 de octubre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 27º Domingo del Tiempo Ordinario: «Señor, auméntanos la fe»

 

“Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5).

La liturgia de este domingo está enteramente centrada en el tema de la fe. El profeta Habacuc (1, 2-3; 2, 2-4) se lamenta ante Dios de la situación desolada de su pueblo. En lo interno iniquidad, porque Israel es infiel a su Dios, y en lo externo, prepotencia y violencia, porque el país está sometido a la acción devastadora de los enemigos, los cuales son instrumento de la justicia divina para castigo de los judíos, pero no menos pecadores que éstos. Es el escándalo del triunfo del mal que parece destruir el bien y envolver en su ruina a los mismos buenos. Dios, al fin, responde a su profeta con una visión que quiere se escriba con toda claridad para adoctrinamiento de cuantos vengan después; exhorta ante todo a la constancia, porque se hará justicia, pero a su tiempo: “Si tarda, espera, porque ha de llegar sin duda alguna”.

Y dice cómo: “Sucumbe quien no tiene el alma recta, pero el justo vivirá por su fe” (ib 3-4). Esta enseñanza es para el israelita como para el cristiano, y para el creyente de todos los tiempos; es válida en cualquier circunstancia de la vida de los individuos, de los pueblos o de la Iglesia. Aun cuando todo se desarrolla como si Dios no existiese o no lo viese, es preciso permanecer firmes en la fe. Dios no puede tardar en intervenir, e intervendrá ciertamente a favor de los que creen en él y a él se confían. “En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28).

La segunda lectura (2 Tim 1, 6-8. 13-14) desarrolla otro aspecto de la fe: como testimonio valeroso de Cristo y del Evangelio. Escribe san Pablo a Timoteo: “No tengas miedo a dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio según las fuerzas que Dios te dé” (ib 8). El Apóstol intrépido, que había afrontado luchas y riesgos innumerables por la fe y tenía a gloria estar encadenado por Cristo, podía con todo derecho exhortar a su discípulo y colaborador a no intimidarse por las dificultades, sino a sufrir con él por el Evangelio.

El cristiano que no está dispuesto a sufrir algo por su fe, no podrá resistir los empujones de los enemigos. Es humano que en ciertas circunstancias broten de nuevo la timidez o el miedo, pero serán vencidos con “la fuerza de Dios” y “con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros” (ib 8. 14). Pues el Espíritu ha sido dado a los fieles para sostener su debilidad (Rm 8, 26) y para hacerlos capaces de confesar el nombre del Señor (1 Cor 12, 3).

Tras estas reflexiones surge espontáneamente la plegaria que se lee en el Evangelio: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5-10). Para creer sin titubear, para permanecer fieles a Dios en las adversidades o en las luchas contra la fe, se precisa una fe sólida y robusta, como sólo Dios la puede dar. A los apóstoles que se la pedían un día, les dijo Jesús: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería” (ib 6). Lenguaje figurado que expresa la omnipotencia de la fe.

Jesús no pide mucho, pide un poquito de fe como el pequeñísimo grano de mostaza, bastante menor que una cabeza de alfiler; pero si es una fe sincera, viva, convencida, será capaz de cosas mucho mayores, inconcebibles desde un punto de vista humano. Jesús quiere educar a sus discípulos en una fe sin incertidumbres ni titubeos, en una fe que apoyándose en la fuerza de Dios, todo lo cree, todo lo espera, a todo se atreve, y persevera invencible aun en las vicisitudes más ásperas y oscuras.

 

“Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir” (Misal Romano, Oración Colecta).

“Oh Señor, tú has afirmado que todo es posible al que cree. Si examinamos cuál es la virtud mejor y más agradable a ti, vemos que es la fe la que tiene la primacía. En realidad por la fuerza de ella nos disponemos a entrar en el santo de los santos. Sin ella, ni siquiera tú, Señor de la gloria, realizaste a favor nuestro tus maravillosos prodigios: antes de realizarlos quisiste que a tu bondad su uniese nuestra fe. Esto porque la fe es capaz por sí sola de dar la vida, desde el momento que está tan cerca de ti, Señor. Por lo demás, fue tu misma boca bendita la que proclamó estas palabras: “tu fe te ha salvado”,

En efecto, una fe no mayor que un menudo y humilde granito de mostaza tiene fuerza para transportar grandes montañas en medio del mar. Pues bien, nosotros hemos recibido realmente esta fe como una guía que nos abre el sendero de la vida, como un culto veraz a Dios. Esta fe, a través de los ojos del alma, ve sin titubeos las cosas futuras y las que están ocultas… Se cuenta entre la caridad y la esperanza… Porque si creo en ti, Señor, también te amaré, y al mismo tiempo esperaré tus dones invisibles” (San Gregorio de Narek Le livre de Prières, 95-96).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 


domingo, 28 de septiembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 26º Domingo del Tiempo Ordinario: ¿Estado de bienestar o de la búsqueda de la santidad?

 

“Señor, que yo no mire a los bienes terrenos, sino a la justicia, a la religión, a la fe y al amor” (1 Tim 6, 11).

La liturgia de hoy es una exhortación a considerar las tremendas consecuencias de una vida relajada y frívola. En la primera lectura (Am 6, 1a. 4-7) vuelven los cáusticos reproches del profeta Amós a los ricos que se entregan a la molicie y al lujo, preocupados por sacarle a la vida todo el jugo que pueda ofrecer. Los describe apoltronados en sus divanes, bebiendo y cantando, sin preocuparse del país que va a la ruina, y profetiza: “Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos. Se acabó la orgía de los disolutos” (ib 7). La profecía se cumplirá treinta años después y será una de las muchas lecciones dadas por la historia sobre la ruina social y política que causa la decadencia moral.

Pero la actual civilización del bienestar no parece haberlo comprendido. Hay, con todo, una reflexión más importante; la vida encerrada en los estrechos horizontes de los placeres terrenos es de por sí negación de la fe, impiedad y ateísmo práctico con el consiguiente desinterés por las necesidades ajenas. En pocas palabras, es el camino para la ruina en el tiempo y en la eternidad.

Este último aspecto aparece ilustrado en el Evangelio de este domingo (Lc 16, 19-31) con la parábola que contrapone la vida del epulón a la del pobre Lázaro. A primera vista el rico epulón no parece tener más pecado que su excesivo apego al lujo y a la buena mesa; pero, yendo más a fondo, se descubre en él un absoluto desinterés de Dios y del prójimo. Todos sus pensamientos y preocupaciones se limitan a banquetear espléndidamente cada día (ib 19), totalmente despreocupado del pobre Lázaro que desfallece a su puerta. En cuanto a éste, aunque la parábola no lo diga expresamente, es fácil reconocer en él uno de esos pobres que aceptan con resignación su suerte con la confianza puesta en Dios. Por eso cuando les sobrevino a ambos la muerte, a Lázaro “los ángeles lo llevaron al seno de Abrahan” (ib 22), mientras el rico se hundió en el infierno (ib 23).

En el diálogo que sigue entre el rico abrasado por la sed y el padre Abrahán se subraya la inexorable fijación del destino eterno, correspondiente por otra parte a la voluntaria posición tomada por el hombre en vida: el que creyó en Dios y se confió a él, en él tendrá su porción eterna; el que se dio al placer, portándose como si Dios no existiese, quedará eternamente separado de él. Es obvio deducir que pobreza y sufrimiento lejos de ser signos de la reprobación de Dios, son medios de que él se sirve para inducir al hombre a buscar bienes mejores y a poner en Dios su esperanza. Mientras la prosperidad y las riquezas con frecuencia hacen al hombre presuntuoso y menospreciador de Dios y de los bienes eternos, son un lazo que sofoca todo anhelo a realidades más altas.

La segunda lectura (1 Tim 6, 11-16) enlaza muy bien con las otras, ya que la exhortación con que comienza está en el polo opuesto de la búsqueda desbordada de los bienes terrenos. “La codicia es la raíz de todos los males” (ib 10), acaba de decir san Pablo en los versículos precedentes, y añade enseguida: “Tú, en cambio, siervo de Dios, huye de todo esto, practica la justicia, la religión, la fe, el amor…” (ib 11).

“El siervo de Dios” -el sacerdote, la persona consagrada o el apóstol laico- debe guardarse de toda forma de codicia, cosa que escandaliza muchísimo a la gente sencilla y aun a los mismos mundanos. Está llamado a cuidarse de intereses muy diferentes, a combatir “el buen combate de la fe”, a la “conquista de la vida eterna” (ib 12), no sólo para sí, sino para la grey que el Señor le ha encomendado. Está llamado a administrar no bienes temporales sino eternos, a guardar “el mandamiento sin mancha” (ib 14) y a transmitir sin alterarlo el patrimonio de la fe y del Evangelio.

 

“Alaba, alma mía al Señor…, él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda, y trastorna el camino de los malvados” (Sal 145, 6-9).

“¡Oh, válgame Dios!, ¡Oh, válgame Dios!,  ¡Qué gran tormento es para mí cuando considero qué sentirá un alma que para siempre ha sido acá tenida y querida y servida y estimada y regalada, cuando en acabando de morir, se vea ya perdida para siempre, y entienda claro que no ha de tener fin (que allá no le valdrá querer no pensar las cosas de la fe, como acá ha hecho), y se vea apartar de lo que le parecerá que aun no ha comenzado a gozar; y con razón, porque todo lo que con la vida se acaba es un soplo…

¡Oh Señor!, ¿quién puso tanto lodo en los ojos de esta alma, que no haya visto esto hasta que se vea allí? ¡Oh Señor!, ¿quién ha tapado sus oídos para no oír las muchas veces que se le había dicho esto y la eternidad de estos tormentos? ¡Oh vida que no se acabará! ¡Oh tormento sin fin!...

¡Oh Señor, Dios mío! Lloro el tiempo que no lo entendí; y pues sabéis, mi Dios, lo que me fatiga ver los muchos que hay que no quieren entenderlo, siquiera uno, Señor, siquiera uno que ahora os pido que alcance luz de Vos, que sería tenerla muchos. No por mí, Señor, que no lo merezco, sino por los méritos de vuestro Hijo. Mirad sus llagas, Señor, y pues él perdonó a los que se las hicieron, perdonadnos Vos a nosotros” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 11, 1-3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 21 de septiembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 25º Domingo del Tiempo Ordinario: «No podéis servir a Dios y al dinero»

 

“Señor, que atesore yo tesoros en el cielo, porque donde está tu tesoro allí está tu corazón” (Mt 6, 20-21).

El tema fundamental de la liturgia de este domingo es el recto uso de los bienes. En la primera lectura (Am 8, 4-7) resuenan los duros reproches del profeta Amós a los comerciantes sin escrúpulos que se enriquecen a expensas de los pobres: alteran los pesos, venden mercadería de desecho, suben los precios aprovechando la necesidad ajena. El profeta denuncia sin miramientos sus fraudes, y lo hace no en nombre de una mera justicia social sino en nombre de Dios: “Escuchad esto los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables… Jura el Señor… que no olvidará jamás vuestras acciones” (ib 4-7).

Los abusos y engaños a cuenta de los pobres ofenden a Dios que es su defensor: “padre de huérfanos, protector de viudas” (Sal 67, 6), que manda tratar con generosidad a los indigentes: “le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia” (Dt 15, 8). La religión no puede reducirse a un órgano de justicia social, pero debe defender ésta en nombre de Dios, basándose en sus preceptos, sin miramiento alguno a los ricos y poderosos. El que quiere hacer justicia en un plano puramente humano peligra edificar sobre arena, porque sólo es verdadera justicia la que se funda en Dios y viene de él.

El texto de Amós (primera lectura) con la condena de los estafadores dispone a comprender el sentido verdadero de la parábola del administrador infiel, leída en el Evangelio de este domingo (Lc 16, 1-13). También aquí se habla de fraude, no en daño de los pobres, sino de un rico propietario que despide a su administrador porque ha dilapidado sus bienes. Este, para asegurarse unos amigos que le acojan, recurre a un ardid ilícito, reduciendo arbitrariamente las deudas a los clientes de su amo. Al proponer esta parábola, no pretende Jesús alabar la astuta arbitrariedad del administrador que él califica de “injusto” (ib 8), sino subrayar su sagacidad para asegurarse el porvenir.

Esto resulta bien claro de la conclusión, que suena como una queja del Señor: “los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz” (ib). Jesús observa con pena que los secuaces del mundo -que viven lejos de Dios y no creen en él-, en los negocios para proveer su futuro terreno, son más sagaces y diligentes que los hijos de la luz, o sea los fieles, los cuales, a pesar de creer en Dios, son abúlicos e inconstantes en cuidar sus intereses espirituales y en ocuparse de su porvenir eterno. Se trata, pues, de una llamada al esfuerzo y a la vigilancia en vista del día último, cuando se dirá a cada uno: “Entrégame el balance de tu gestión” (ib 2).

Las máximas que siguen están orientadas a dar a entender de qué modo debe el cristiano valerse de las riquezas en orden a su fin eterno. El dinero, llamado por Jesús “injusto” (ib 9), porque con demasiada frecuencia es fruto de ganancias ilícitas, ha de ser usado con tal probidad, que no sólo no sea obstáculo a la salvación, sino que ayude a conseguirla, como sucede cuando se lo emplea en bien de los necesitados; así el cristiano se ganará amigos que lo recibirán “en las moradas eternas” (ib).

El uso del dinero exige una honestidad extrema, tanto en los grandes negocios como en los pequeños, porque “el que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; y el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado” (ib 10). Si el hombre no es desprendido, el manejo del dinero se le convertirá en tentación de la que no sabrá defenderse; y entonces de dueño o administrador acabará en esclavo del dinero, pésimo tirano que no deja libertad alguna, ni la de servir a Dios. Nunca se meditará suficientemente el aviso del Señor: “No podéis servir a Dios y al dinero” (ib 13).

 

Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley en el amor a ti y al prójimo; concédenos cumplir tus mandamientos para llegar así a la vida eterna. (Misal Romano, Colecta).

“¡Oh insensata ceguedad del mundo y del alma que en estos bienes terrenos pone su esperanza, y por una cosa tan pequeña y por un tiempo tan breve pierde la gloria eterna y merece la pena eterna, por dos días que ha de poseer estos bienes! Ciertamente, esto no procede sino de grandísima ceguedad; porque el alma envuelta en el falso amor de estas cosas transitorias, insensibilizada y perdido el sentimiento de la razón se animaliza…

Pero los que desprecian estas cosas, y te siguen a ti, Maestro divino, en pobreza, miseria y dolor, ¡qué presto ven acabada toda fatiga y llegan al reposo eterno!... Haz, pues, Señor, que ponga todo mi amor y mi deseo y mi afecto en ti, bien infinito, que me guardas infinitos gozos y consuelos eternos, si levanto el amor de estas cosas transitorias y lo pongo en ti… ¡Cuán grande es la multitud de tu dulzura, oh buen Dios, la cual has reservado para los que te temen!” (San Bernardino de Siena, Operette volgari, I, 2, 59-60. 62-63).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 7 de septiembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 23º Domingo del Tiempo Ordinario: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío»

 

“¿Quién rastreará, Señor, tu designio, si tú no le das sabiduría?” (Sab 9, 17).

“¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?” (1ª lectura: Sab 9, 13-18). A duras penas conoce el hombre “las cosas terrenas”, ¿cómo pretenderá, pues, penetrar el pensamiento de Dios y comprender “las cosas del cielo”. Sus razonamientos son “mezquinos y falibles”, siempre sujetos a error, porque los sentidos le engañan con frecuencia haciéndole preferir valores caducos a los eternos, bienes inmediatos a los futuros. Sustraerse a estas tentaciones y desviaciones es imposible sin la ayuda de Dios. Sólo El puede dar al hombre la sabiduría que lo ilumine acerca del camino del bien y le enseñe lo que le es agradable. “Sólo así -dice la Escritura- serán rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprenderán lo que te agrada; y se salvarán con la sabiduría los que te agradan, Señor” (ib 18).

Esta enseñanza llegó a su vértice cuando Jesús, Sabiduría eterna, vino a mostrar a los hombres con su palabra y con su ejemplo el camino de la salvación. Es el tema del Evangelio de este domingo (Lc 14, 25-33). “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre; y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (ib 26). Al verbo “posponer” se lo debe entender y equivale, según el uso semítico a “amar menos”, según el texto paralelo de Mateo: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (10, 37).

Sólo Dios tiene derecho al primado absoluto en el corazón y en la vida del hombre. Jesús es Dios, por tanto es lógico que lo exija como condición indispensable para ser sus discípulos. “Pero el Señor -comenta san Ambrosio- no manda ni desconocer la naturaleza ni ser esclavo de ella: manda atender la naturaleza de tal modo que se venere a su Autor, y no apartarse de Dios por amor a los hombres” (In Luc VII, 201). Esto es válido para todos los bautizados, sean seglares, consagrados o sacerdotes, como para todos vale también la frase subsiguiente: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 27).

Jesús va de camino hacia Jerusalén donde será crucificado, y a la multitud que lo sigue le declara la necesidad de llevar la cruz con amor y constancia, como él. El llevó la cruz hasta morir clavado en ella; el cristiano no puede pensar en llevarla sólo a ratos en la vida, sino que ha de abrazarla todos los días, hasta la muerte. Y como no es lícito preferir ninguna criatura, por querida que sea, a Cristo, tampoco es lícito preferirle al bienestar, la satisfacción o el provecho propio; para seguir al que murió en la cruz para salvarnos, hay que estar dispuestos a arriesgar la misma vida.

Esta es la sabiduría enseñada por Jesús, tan diferente de los razonamientos humanos, los cuales se preocupan de los bienes transitorios descuidando los eternos. Las dos breves parábolas que siguen -la del hombre que quiere edificar una torre y la del rey que quiere hacer una guerra- invitan a considerar el seguimiento de Cristo como una empresa muy importante y comprometida y que, por lo tanto, no puede ser tomada a la ligera.

Pero aun tomada en serio, no puede el hombre limitarse -como en los protagonistas de las parábolas citadas- a calcular sus recursos y fuerzas personales para deducir la viabilidad de esa obra, sino que debe tener presente el elemento más importante: la gracia que Dios da con largueza a quien quiere ser fiel a Cristo. Si luego Dios llamase a un seguimiento más inmediato y exclusivo, es seguro que daría justamente la gracia correspondiente.

 

“Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos; por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos” (Salmo 89, 12-14. 17).

“Hazme comprender, Cristo Jesús, que para el hombre todo se reduce a seguirte. La virtud y la santidad se compendian en esa palabra tan sencilla que diriges a toda criatura: “Sígueme”. Pero no la dices nunca a nadie, sin que haya sido precedida de aquellas otras palabras en las que pones las condiciones indispensables para poder responder a tu dulce invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y lleva cada día la propia cruz”.

En verdad, Señor, tú vas delante con paso demasiado rápido; tú que eres juntamente sabiduría y bondad nos debes comprender: no caminas solamente, sino corres velozmente, exultando con pasos de gigante sobre la tierra. ¿Cómo podríamos seguirte nosotros, pobre gente oprimida por pesadas cargas?

‘Con todo, debéis seguirme’, nos respondes tú, y podéis hacerlo, porque “mi reino está dentro de vosotros” e interior es el camino que conduce a él; lo podéis, porque sufrir vale más que obrar; porque vuestro verdadero progreso consiste en mi progreso en vosotros, y porque la cruz, derribando todo obstáculo…, me abre un camino fácil y ancho por el cual yo puedo alcanzar mi fin junto a vosotros” (Mons. Carlos Gay, “Vida y virtudes cristianas”, 13, 49, v 3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.



viernes, 5 de septiembre de 2025

COLUMNISTA INVITADO: “Mi devoción a San José”, por Włodzimierz Józef Fijałkowski, SVD

 

Mis padres eligieron el nombre “José” como mi segundo nombre y, por lo tanto, San José es mi segundo patrón natural. Teniendo en cuenta que mi primer patrón, San Vladimir, no es muy popular ni muy conocido en Polonia y los polacos tienen asociaciones bastante negativas con ese nombre, el nombre José evoca mucha más simpatía y es conocido en todo el mundo. Durante mi periodo en Argentina usé el nombre de José y los que me conocieron en este momento me recuerdan como José.

El segundo elemento importante de mi devoción a San José es mi lugar de nacimiento, cuyo santo patrón es San José. Soy de Kalisz, donde se estableció el culto a San José en el siglo XVII y se desarrolló significativamente en el siglo siguiente. Se apagó durante las particiones de Polonia y las guerras mundiales y se desarrolló nuevamente después de la Segunda Guerra Mundial. La diócesis de mi nacimiento fue la Diócesis de Wloclawek, cuyo santo patrón, debido a la presencia anterior del santuario de San José en Kalisz, es San José.

Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos sacerdotes prisioneros de los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau confiaron sus vidas a San José de Kalisz. Los motivadores fueron sacerdotes de la Diócesis de Wloclawek. Cuando las fuerzas aliadas se acercaron al campo de concentración de Dachau, los prisioneros sabían que los alemanes intentarían matar los antes de la llegada de las tropas estadounidenses. Por lo tanto, unos ochocientos sacerdotes y prisioneros laicos comenzaron una novena a San José de Kalisz. Le pidieron a San José que salvara las vidas de los prisioneros del campo de Dachau. Su novena terminó con un acto solemne de dedicación a San José el 22 de abril de 1945, una semana antes de la liberación del campo por las tropas estadounidenses. Las tropas estadounidenses liberaron el campo de concentración de Dachau unas horas antes de que Himmler planeara asesinar a los prisioneros.

Estos sacerdotes interpretaron las circunstancias de la liberación del campo de concentración de Dachau como una intervención milagrosa de San José, aunque otros podrían creer que fue una casualidad. Junto con el acto de dedicación a San José, hicieron promesas, una de las cuales fue hacer una peregrinación anual al Santuario de San José en Kalisz, que comenzaron en 1948.

El Santuario de San José en Kalisz se convirtió de manera natural en un santuario nacional. Gracias al establecimiento de los Estudios Josefológicos Polacos en Kalisz en 1969 y la peregrinación de San Juan Pablo II en 1997. Estas ocasiones elevaron el estatus de este santuario y contribuyeron a su desarrollo. Las circunstancias anteriores son motivo de alegría y orgullo para mí y contribuyen a mi gran veneración por San José. Providencialmente, San José es el santo patrón de la Provincia SVD de Polonia.

Vivo desde hace diecinueve años en la casa religiosa de Gorna Gruppa, cuyo santo patrón es también San José. Por tanto, el culto a san José está continuamente presente en nuestra vida comunitaria. La espiritualidad de nuestra congregación también está relacionada con San José como padre adoptivo, protector y guardián del Hijo de Dios, a quien el prólogo de nuestras Constituciones se refiere como Palabra de Dios. La veneración cada vez mayor a San José en la Iglesia crea un buen ambiente. Nos motiva a venerarlo más y reflexionar sobre su vida y su papel en la historia de la salvación.

Como Hermano religioso, San José también está muy cerca de mí como patrón de los artesanos y los trabajadores, con quien también se identifica la vida y el ministerio de los Hermanos religiosos. Su vida oculta y silenciosa está muy asociada a la realidad de nuestra vida como religiosos Hermanos. Ciertamente, San José, manso, humilde y obediente a la voluntad de Dios, también puede ser un excelente modelo en la búsqueda de caminos y medios para anunciar el Evangelio en el mundo moderno, que no necesariamente tiene que expresarse de forma muy significativa con grandes iniciativas, sino más bien en la búsqueda silenciosa de la voluntad de Dios y su cumplimiento mediante la fidelidad diaria a los deberes.

No hay necesidad de iniciativas grandiosas y costosas, que a menudo no producen beneficios religiosos tangibles en la práctica. Sin embargo, suele bastar con construir sobre lo que contienen los Evangelios y lo que surge de la espiritualidad y la historia de la Iglesia. Buscar y hacer la voluntad de Dios como medio de salvación para nosotros y los demás es la enseñanza de muchos santos, incluida la vida y la enseñanza de nuestro San Arnoldo Janssen.

Como San José, Arnoldo fue ante todo humilde y se sometió a la voluntad de Dios. Perseveró en la realización de sus elevados planes, que resultaron ser el designio de Dios. Nosotros también debemos mostrar claramente nuestra actitud de que somos creyentes y auténticos adoradores de Dios. Nos preocupamos por el crecimiento de la gloria de Dios y la salvación de aquellos entre quienes la Divina Providencia nos ha colocado. Nuestros votos religiosos exigen tal actitud. Pero también entre nosotros existe la actitud de buscar condiciones de vida cómodas con independencia de los superiores.

El compromiso con el desarrollo material e intelectual del hombre, con la igualdad y la justicia en el mundo debe ser el único medio que conduce a Dios, que es nuestro objetivo final. Para que “nuestra luz brille verdaderamente ante los demás”, debemos mirar el ejemplo de San José. Buscamos su intercesión en nuestra preocupación por el crecimiento del Reino de Dios. Es como la “semilla arrojada a la tierra” para que tenga condiciones favorables para el crecimiento, a menudo independientemente de nuestros esfuerzos. De hecho, nos ayudaría a volver a un mayor amor por la Eucaristía. Nuestras Constituciones dicen: “La Eucaristía debe celebrarse todos los días y en común” y que, como enseña la Iglesia, “es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana”.

Włodzimierz Józef Fijałkowski, SVD*

 

*El Hermano Józef Fijałkowski Włodzimierz, SVD, nació en el año de 1961 en la ciudad de Kalisz. Según notas históricas es el pueblo más antiguo de Polonia. El es el sexto hijo de la familia. Después de la escuela primaria y secundaria trabajo como mecánico de coches y chófer de camiones durante tres años. En aquel tiempo empezaron cambios políticos en la Europa Oriental y el se juntó al movimiento laboral “Solidaridad”. Cumplió el servicio militar durante dos años en las fuerzas aéreas. Después ingresó en la Congregación del Verbo Divino como Hermano. Después de los votos perpetuos trabajó por tres años en Argentina. Enseguida hizo un curso de inglés de un año en los Estados Unidos y volvió a Polonia. Desde entonces pasó a trabajar en la economía de la Congregación.

 

Artículo publicado originalmente en: https://vivatdeus.org/es/library/blog0030/

Agradezco a mi querido amigo el Padre Saju George Aruvelil, SVD, miembro del Equipo Editorial de Vivat Deus su autorización para publicar este artículo en mi blog.


miércoles, 3 de septiembre de 2025

JESUCRISTO, TÚ SÍ QUE VALES: Sobre la promoción de las vocaciones

 

Tema del episodio Nº 17 del ciclo:

Sobre la promoción de las vocaciones

“Jesucristo, Tú sí que vales”, es un micro programa de reflexión vocacional, realizado por el sacerdote, periodista y escritor argentino residente en España, José Antonio Medina Pellegrini, quien era en el momento de su emisión original en antena el Director Espiritual del Seminario "San Bartolomé" de la Diócesis de Cádiz y Ceuta, España.

Se emitió originalmente en el curso pastoral 2012-2013 todos los viernes al mediodía en Cope Cádiz, y posteriormente por Radio María España.

La locución está realizada por el Sr. Nino Romero.