«El Señor seguirá
librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo» (2 Tm 4,
18).
1.
- «Estos son los que mientras estuvieron en la tierra con sangre plantaron la Iglesia:
bebieron el cáliz y lograron ser amigos de Dios» (Antífona de Entrada). La
Iglesia une en una sola celebración a Pedro jefe de la Iglesia y a Pablo el
Apóstol de las gentes. Uno y otro son el fundamento vivo de la Iglesia plantada
con las fatigas de su predicación incesante y fecundada, por fin, con su
martirio. Este es el primer aspecto iluminado por las lecturas del día. La
primera (Hc 12, 1-11) recuerda uno de los encarcelamientos de Pedro, que tuvo
lugar por orden de la autoridad política, que -como en el proceso de Jesús- lo
hizo porque «esto agradaba a los judíos» (ib 3). De este modo Pedro corre la
misma suerte que Jesús. No puede ser de otra manera, porque «no está el
discípulo por encima de su maestro» (Mt 10, 24) y ya había avisado el Maestro:
«si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Mas
a Pedro no le ha llegado todavía la hora suprema y así, mientras «la Iglesia oraba
a Dios insistentemente por él» (Hc 12, 5), un ángel del Señor se le presentó
para librarlo.
También
Pablo es presentado hoy entre cadenas (2 Tm 4, 6-8. 17-18), pero la suya es la
prisión definitiva que terminará con el suplicio. El Apóstol es consciente de
su situación, con todo sus palabras no revelan amargura, sino la serena
satisfacción de haber gastado su vida por el Evangelio: «Yo estoy a punto de
ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi
combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la
corona merecida» (ib 6-8).
Los
dos Apóstoles en cadenas atestiguan que sólo es verdadero discípulo de Cristo
el que sabe afrontar por él las tribulaciones y persecuciones, y hasta el mismo
martirio. Al mismo tiempo las vicisitudes de cada uno demuestran que Cristo no
abandona a sus apóstoles perseguidos: interviene en su ayuda para salvarlos de
los peligros -como cuando Pedro fue librado de la cárcel- o para sostenerlos en
sus dificultades, como declara Pablo: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas... El
Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del
cielo» (ib 17.18). Para el discípulo que, como Pablo, desea unirse a Cristo, el
mismo martirio es una liberación; más aún, es la liberación definitiva que a
través de la muerte le introduce en la gloria de su Señor.
2.-
El Evangelio (Mt 16, 13-20) recuerda el episodio de Cesárea, cuando Simón
Pedro, a la pregunta del Maestro, hace su magnífica profesión de fe: «Tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (ib 16). Jesús le responde congratulándose con
él por la luz divina que le ha permitido penetrar su misterio de Hijo de Dios y
Salvador de los hombres; y como reflejándose en el discípulo que le ha
reconocido, lo hace partícipe de sus características y poderes. Cristo, piedra
angular de la Iglesia (Hc 4, 11), se asocia al Apóstol como fundamental de la
misma: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).
El, que ha recibido del Padre «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,
18), lo transmite a Pedro: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos», y le
confiere la potestad suprema de atar y desatar (Mt 16, 19). Pedro no comprende
enseguida el alcance de esa investidura que lo liga estrechamente a Cristo; lo
irá comprendiendo progresivamente por la continua intimidad con el Maestro y la
experiencia dolorosa de su propia fragilidad. Cuando Jesús lo rechace por su
protesta frente al anuncio de la Pasión, o cuando una sola mirada suya le haga
descubrir toda la vileza de su negación, Pedro intuirá que el secreto de su
victoria estará sólo en la plena comunión con Cristo, animada de una absoluta
confianza en él y vivida en la semejanza con su cruz. Entonces estará preparado
a escuchar: «Apacienta mis corderos..., apacienta, mis ovejas» (Jn 21, 15-16).
Constituido
ya pastor del rebaño del Señor, Pedro mismo instruirá a los creyentes sobre sus
relaciones con Cristo y sobre su puesto en la Iglesia: «Acercándoos a él,
piedra viva..., también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción
de un edificio espiritual» (1 Pe 2, 4-5). Como las prerrogativas de Pedro
continúan siendo las del Papa, así las prerrogativas de los primeros cristianos
deben ser las de los fieles de todos los tiempos. Unidos a Cristo, «piedra
viva», y a su Vicario, «piedra fundamental», también ellos son «piedras vivas»
destinadas a edificar y sostener la Iglesia. Y esto mediante la oración
particular por el Papa -a imitación de la primera comunidad cristiana que oraba
por Pedro encadenado-, y mediante el ofrecimiento «de sacrificios espirituales»
concretados en una fidelidad plena al Evangelio, a la Iglesia y al Vicario de
Cristo, a pesar de las dificultades y persecuciones, confiando en el que dijo:
«Las puertas del infierno no prevalecerán» (Mt 16, 18).
¿Qué
gracias os daremos, oh bienaventurados apóstoles, por tantas fatigas como por
nosotros habéis soportado? Me acuerdo de ti, oh Pedro, y quedo atónito; me
acuerdo de ti, oh Pablo, y... me deshago en lágrimas. No sé qué decir, ni sé
proferir palabra contemplando vuestros sufrimientos. ¡Cuántas prisiones habéis
santificado, cuántas cadenas honrado, cuántos tormentos sostenido, cuántas
maldiciones tolerado! ¡Qué lejos habéis llevado a Cristo! ¡Cómo habéis alegrado
las iglesias con vuestra predicación! Vuestras lenguas son instrumentos
benditos; vuestros miembros se cubrieron de sangre por la Iglesia. ¡Habéis
imitado a Cristo en todo!...
Gózate,
Pedro, que se te concedió gustar el, leño de la cruz de Cristo. Y a semejanza
del Maestro quisiste morir crucificado, pero no erecto como Cristo Señor, sino
cabeza abajo, como emprendiendo el camino de la tierra al cielo. Dichosos los
clavos que atravesaron miembros tan santos. Tú con toda confianza encomendaste
tu alma a las manos del Señor, tú que le serviste asiduamente a él y a la
Iglesia su esposa, tú que, fidelísimo entre todos los apóstoles, amaste al
Señor con todo el ardor de tu espíritu.
Gózate
también tú, oh bienaventurado Pablo, cuya cabeza segó la espada y cuyas
virtudes no se pueden explicar con palabras. ¿Qué espada pudo atravesar tu
santa garganta, ese instrumento del Señor, admirado del cielo y de la
tierra?... Esa espada sea para mí como una corona, y los clavos de Pedro como
joyas engastadas en una diadema. (San Juan Crisóstomo, Sermón de Metafraste, MG
59, 494).
¡Oh suma
e inefable Deidad! He pecado y no soy digna de rogarte a ti, pero tú eres
potente para hacerme digna de ello. Castiga, Señor mío, mis pecados y no te
fijes en mis miserias. Un cuerpo tengo y éste te doy y ofrezco; he aquí mi carne,
he aquí mi sangre... Si es tu voluntad, tritura mis huesos y mis tuétanos por
tu Vicario en la tierra, único esposo de tu Esposa, por el cual te ruego te dignes
escucharme... Dale un corazón nuevo, que crezca continuamente en gracia, fuerte
para levantar el pendón de la santísima cruz, a fin de que los infieles puedan
participar, como nosotros, del fruto de la Pasión, la sangre de tu unigénito
Hijo, Cordero inmaculado. (Santa Catalina de Siena, Elevaciones, I).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.