domingo, 31 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 22º Domingo del Tiempo Ordinario: «El que se humille, será ensalzado»

 

“Señor, tú revelas tus secretos a los humildes” (Ecli 3, 20).

Las lecturas de este Domingo proponen una meditación sobre la humildad, tanto más oportuna cuanto menos se comprende y practica esta virtud. Ya en el Antiguo Testamento (1ª lectura: Ecli 3, 17-18. 20. 28-29) habla de su necesidad sea en las relaciones con Dios sea en las relaciones con el prójimo. “Hazte pequeño en las grandezas humanas y así alcanzarás el favor de Dios” (ib 18).

La humildad no consiste en negar las propias cualidades sino en reconocer que son puro don de Dios; síguese de ahí que cuanto uno tiene más “grandezas humanas”, o sea, es más rico en dones, tanto más debe humillarse reconociendo que todo le ha sido dado por Dios. Hay luego “grandezas” puramente accidentales provenientes del grado social o del cargo que se ocupa; aunque nada añadan éstas al valor intrínseco de la persona, el hombre tiende a hacer de ellas un timbre de honor, un escabel sobre el que levantarse sobre los otros.

“Hijo mío –amonesta la Escritura-, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán” (ib 17). Como la humildad atrae a sí el amor, la soberbia lo espanta; los orgullosos son aborrecibles a todos. Si luego el hombre deja arraigar en sí la soberbia, ésta se hace en él como una segunda naturaleza, de modo que no se da ya cuenta de su malicia y se hace incapaz de enmienda.

Por eso Jesús anatematiza todas las formas de orgullo, sacando a luz su profunda vanidad. Así sucedió cuando, invitado a comer por un fariseo, veía a los invitados precipitarse a ocupar los primeros puestos (Lc 14, 1. 7-14). Escena ridícula y desagradable, pero verdadera. ¿Puede acaso un puesto hacer al hombre mayor o mejor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a enmascarar su pequeñez con la dignidad del puesto. Por lo demás, esto le expone a más fáciles humillaciones, porque antes o después no faltará quien haga notar que ha pretendido demasiado.

Es lo que enseña Jesús diciendo: “Cuando te conviden, ve a sentarte en el último puesto… Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (ib 10-11). Puede parecer todo esto muy elemental; sin embargo, la vida de muchos, aun cristianos, se reduce a una carrera hacia los primeros puestos. Y no les faltan motivos para justificarlo, a título de bien, de apostolado y hasta de gloria de Dios. Pero si tuviesen el valor de examinarse a fondo, descubrirían que se trata sólo de vanidad.

Jesús dirige otra lección a su huésped: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado” (ib 12). Jesús invierte por completo la mentalidad corriente. El mundo reserva sus invitaciones a las personas que lo honran por su dignidad o de las que puede esperar algún provecho; conducta inspirada en la vanidad y el egoísmo. Pero el discípulo de Cristo debe conducirse al revés: invitar a los “pobres, lisiados, cojos y ciegos”, o sea, a gente necesitada de ayuda e incapaz de “pagar” lo recibido.

De este modo podrá decirse no sólo honrado, sino “dichoso” (ib 13-14), porque le “pagarán cuando resuciten los muertos” (ib 13-14). Es imposible cambiar la mentalidad hasta este punto si no se está convencido profundamente de que los valores son verdaderos sólo en la medida en que pueden ordenarse a los eternos, y que la vida terrena no es más que una peregrinación hacia la “ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celeste” donde los justos -los humildes y caritativos- están “inscritos en el cielo” (2ª lectura, Heb 12, 18-19. 22-24a).

 

“Inclina, Señor tu oído y escúchame… Tú inclinas el oído, si yo no me engrío. Te acercas al humillado y te apartas lejos del exaltado, a menos que no hayas exaltado tú al antes que se humilló. Oh Dios, inclina hacia nosotros tu oído. Tú estás arriba, nosotros abajo. Tú te hallas en la altura, nosotros en la bajeza, pero no abandonados, pues has mostrado tu amor con nosotros, porque aún siendo pecadores, Cristo murió por nosotros… ‘Inclina, Señor, tu oído y escúchame, porque soy pobre y desvalido’. Luego no inclinas el oído al rico, sino al pobre y desvalido, al humilde y al que confiesa; al que necesita misericordia. No inclinas tu oído al hastiado y al engreído, al que se jacta como si nada le faltase” (San Agustín, In Ps 85, 2).

“Haz, Señor, que estemos unidos con todos nuestros hermanos, hasta con los más lejanos, hasta con aquellos que tú has tratado de modo muy diferente de nosotros. Enséñanos a amar, a hacer que se aprovechen de nuestras riquezas los hermanos menos favorecidos; haz que los amemos fraternamente, que partamos con ellos nuestros bienes, que corramos a ofrecérselos suplicándolos que los acepten. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el A. T.).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 24 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 21º Domingo del Tiempo Ordinario: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?»


“Señor, firme es tu misericordia con nosotros y tu fidelidad dura por siempre” (Sal 116, 2).

El tema de la salvación es proyectado por la liturgia de hoy con una amplitud universal. La primera lectura (Is 66, 18-21) reproduce una de las profecías más grandiosas sobre la llamada de todos los pueblos a la fe. “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua -dice el Señor-; vendrán para ver mi gloria” (ib 18). Como la división de los hombres es señal de pecado, así su reunificación es señal de la obra salvadora de Dios y de su amor a todos. El enviará a los supervivientes de Israel, que le permanecieron fieles, a los países más lejanos para dar a conocer su nombre.

Los paganos no sólo se convertirán, sino se reintegrarán los judíos dispersos, “como ofrenda al Señor” (ib 20), a Jerusalén. Y entre los mismos paganos convertidos, Dios se escogerá a sus sacerdotes (ib 21). Es la superación máxima de la división entre Israel y los otros pueblos; superación que anunciaron muchas veces los profetas, sin ser comprendida, y que sólo Jesús opera preparándole el camino con su predicación y unificando los pueblos con la sangre de su Cruz.

El Evangelio de hoy (Lc 13, 22-30) refiere justamente la enseñanza de Jesús sobre este argumento. Lo motiva una pregunta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?” (ib 23). Jesús va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: todos pueden salvarse porque a todos se ofrece la salvación, pero para conseguirla tiene cada cual que apresurarse a convertirse antes de que sea demasiado tarde. Jesús quiere abatir la mentalidad estrecha de los suyos y afirma que en el día de la cuenta no valdrá la pertenencia al pueblo judío ni la familiaridad gozada con él, por eso será inútil decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas” (ib 26).

Si a estos privilegios no corresponden la fe y las obras, los mismos hijos de Israel serán excluidos del reino de Dios. “Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán los últimos” (ib 29-30). Aunque llamados los primeros a la salvación, si no se convierten y aceptan a Cristo, los judíos se verán suplantados por otros pueblos llamados los últimos. Dígase lo mismo del nuevo pueblo de Dios: el privilegio de pertenecer a la Iglesia no conduce a la salvación, si no va acompañado de una adhesión plena a Cristo y a su Evangelio.

Los creyentes, pues, no pueden cerrarse en su posición privilegiada, sino que ésta precisamente los compromete a estar abiertos a todos los hermanos para atraerlos a la fe. Delante de Dios no valen privilegios, sino la humildad que elimina toda presunción, el amor que abre el corazón al bien ajeno, el espíritu de renuncia que da esfuerzo para “entrar por la puerta estrecha” (ib 24) superando toda suerte de egoísmo.

A este punto interviene la segunda lectura (Hb 12, 5-7. 11-13) con la cálida exhortación de san Pablo a combatir animosamente las batallas de la vida. Es Dios quien mediante las dificultades y sufrimientos pone a prueba a sus hijos, porque quiere corregirlos, purificarlos y hacerlos “partícipes de su santidad” (ib 10). Es verdad que “ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero da como fruto una vida honrada y en paz” (ib 11), o sea, una vida de virtud y de mayor cercanía a Dios. Dios es un padre que corrige y prueba sólo con la mira de un bien mayor: “el Señor reprende a los que ama y prueba a sus hijos preferidos” (ib 6). Aceptar las pruebas es entrar “por la puerta estrecha” señalada por Jesús.

 

“Por el único sacrificio de Cristo, tu Unigénito, te has adquirido, Señor, un pueblo de hijos; concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia (Misal Romano, Oración sobre las ofrendas).

“Te pedimos, Señor, que lleves en nosotros a su plenitud la obra salvadora de tu misericordia; condúcenos a perfección tan alta y mantennos en ella de tal forma que en todo sepamos agradarte. (Misal Romano, Oración después de la Comunión).

“Dios mío, cada alma es para ti todo un mundo y el universo entero palpita delante de ti como una alma sola. Tú no nos has creado en masa ni nos gobiernas por junto; sino atento a cada uno le amas como si fuese la única criatura viviente en el mundo…

Pastor eterno, antes de ir adelante, a la cabeza de tus queridas ovejas, antes de que tomases carne humana para indicarles el camino, antes aún de hacerlas salir de ese aprisco feliz que es el santuario de tus pensamientos y de tu voluntad adorable, antes de bosquejarlas en el tiempo y lanzarlas por el mundo a su destino, las has llamado una a una por su nombre. Tú dices: “El buen Pastor llama a sus ovejas una a una, y cuando las ha sacado, va delante de ellas, y sus ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Mons. Carlos Gay, “Vida y virtudes cristianas”).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 17 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 20º Domingo del Tiempo Ordinario: “He venido a traer fuego a la tierra”

 

«Señor, que sepa llegar hasta la sangre en la pelea contra el pecado» (Hb 12, 4).

El servicio de Dios tomado en serio no ofrece una vida cómoda y tranquila, sino que con frecuencia expone al riesgo, a la pelea y a las persecuciones. Tal es el tema de la Liturgia de este domingo esbozado desde la primera lectura (Jr 38, 4-6. 8-10). Jeremías con motivo de su predicación sin miramientos para nadie, ha venido a ser «varón discutido y debatido por todo el país» (Jr 15, 10). Para librarse de él los jefes militares lo acusan ante el rey de derrotismo y, obtenida la autorización para ello, lo arrojan en una cisterna cenagosa donde el profeta se hunde en el fango. Habría ciertamente perecido allí, si Dios no le hubiese socorrido por medio de un desconocido que consiguió arrancar al rey el permiso de sacarlo de aquel lugar mortífero.

El salmo responsorial del día expresa bien esta situación de Jeremías: «Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa» (SI 39, 2-3).

En la segunda lectura (Hb 12, 1-2) san Pablo, después de haber hablado de la fe intrépida de los antiguos patriarcas y profetas, anima a los cristianos a emularlos: «corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe» (ib 1-2). Del Antiguo Testamento lleva el Apóstol al cristiano hacia Jesús del que los mayores personajes de la antigüedad —Jeremías incluido— no son más que figuras descoloridas.

Él es el ejemplar divino que debe mirar el creyente, el máximo luchador por la causa de Dios que por cumplir su voluntad, «soportó la cruz sin miedo a la ignominia» (ib). Basando la fe en él, que es su causa, autor y sostén, el cristiano no ha de temer resistir hasta la sangre en su «pelea contra el pecado» (ib 4) y contra todo lo que pueda apartarlo de la fidelidad plena a su Dios.

Jesús que ha proclamado dichosos a los pacíficos y ha dejado su paz en herencia a sus discípulos, declara sin reticencias en el Evangelio de hoy (Lc 12, 49-53) que no ha venido a traer al mundo la paz sino la división» (ib 51). La afirmación, desconcertante a primera vista, no contradice ni anula lo que dice en otra parte, sino precisa que la paz interior, contraseña de la armonía entre el hombre y Dios y, por lo tanto, de la adhesión a su querer, no le exonera de la lucha y de la guerra contra todo lo que dentro de él -pasiones, tentaciones, pecados- o en el propio ambiente se opone a la voluntad de Dios, atenta a la fe e impide el servicio del Señor.  Entonces el cristiano más pacífico debe tornarse luchador animoso e impávido que no teme riesgos ni persecuciones, a ejemplo de Jeremías y mucho más del de Cristo que ha peleado contra el pecado hasta la sangre y la ignominia de la cruz.

Mas para que esa lucha sea legítima y santa no se le ha de mezclar ningún móvil o fin humano y personalista; debe brotar sólo del fuego de amor que Jesús vino a prender en la tierra (ib 49), con el fin único de que llamee doquier para gloria del Padre y la salvación de los hombres. Por este fuego de amor, Jesús deseó ardientemente el bautismo de sangre de su pasión (ib 50); por este fuego de amor debe el cristiano estar pronto a resistir aun a la persona más querida y a separarse de ella si le impidiese profesar su fe, realizar su vocación y cumplir la voluntad de Dios. Divisiones amargas que son cruz muy penosa, pero ordenada -como la de Jesús- a la salvación de aquellos mismos que se abandonan por amor a él.

 

“Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios... Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.” (Salmo 40, 2-5).

“¡Oh Jesús, mi dulce Capitán! Alzando el estandarte de tu Cruz me dices amorosamente: «Toma la cruz que te presento y, aunque te parezca grave su peso, sígueme y no dudes». Para responder a tu invitación, te prometo, celestial Esposo mío, no resistir más a tu amor. Pero ya veo que te encaminas al Calvario, y tu esposa te sigue prontamente... Dispón siempre de mí como más te agrade, que con todo estaré contenta, con tal que te siga por el camino del Calvario, y cuanto más espinosa la encuentre y más pesada la cruz, tanto más consolada me sentiré, pues deseo amarte con amor paciente..., con amor sólido y sin división.

De grado entrego mi corazón a las aflicciones, a las tristezas y a los trabajos. Gozo de no gozar, porque a aquella mesa de la eternidad que me espera, debe preceder en esta vida el ayuno. Señor mío, tú en la cruz por mí y yo por ti. ¡Ah! ¡Si se entendiese de una vez qué dulce es y cuánto vale el padecer y callar por ti, Jesús! ¡Oh amado sufrimiento, oh buen Jesús!” (Santa Teresa Margarita Redi, La spiritualitá).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 


viernes, 15 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: La Asunción de la Virgen María

Fra Angelico - The Dormition and
Assumption of the Virgin
(detalle), 1424-1434.
 

“Todas las generaciones te llamarán bienaventurada, porque ha hecho en ti cosas grandes el Todopoderoso” (Lc 1, 48-49).

“Una señal grandiosa apareció en el cielo: una mujer con el sol por vestido, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas” (Antífona de Entrada de la Santa Misa de la Asunción). Así saluda la liturgia a María asunta al cielo aplicándole las palabras del Apocalipsis (12, 1) que se leen hoy también en la primera lectura. En la visión profética de Juan esa mujer excepcional aparece esperando un hijo y en lucha con el “dragón”, el eterno enemigo de Dios y de los hombres. Este cuadro de luz y de sombras, de gloria y de guerra lleva a pensar en la realización de la promesa mesiánica contenida en las palabras dirigidas por Dios a la serpiente engañadora: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15).

Todo esto se realizó por medio de María, la Madre del Salvador, contra el que se precipitó Satanás, pero del que éste fue definitivamente vencido. Cristo, hijo de María, es el Vencedor, sin embargo, para que la humanidad pueda gozar plenamente de la victoria conseguida por él, es necesario que, como él, sostenga la lucha. En este duro combate el hombre es sostenido por la fe en Cristo y por el poder de su gracia; pero también lo es por la protección materna de María que desde la gloria del cielo no cesa de interceder por cuantos militan en seguimiento de su Hijo divino. Ellos vencerán en virtud de la sangre del Cordero (Ap 12, 11), la sangre que le fue dada por la Virgen Madre. María dio el Salvador al mundo; por medio de ella, pues, “llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías” (ib 10). Así sucedió porque tal ha sido “la voluntad del que ha establecido que lo tuviésemos todo por medio de María” (San Bernardo, De aquad, 7).

Mientras la visión apocalíptica muestra al hijo de la mujer arrebatado y llevado junto al trono de Dios -alusión a la ascensión de Cristo al cielo- presenta a la mujer misma en fuga a “un lugar preparado por Dios” (Ap 12, 5-6), figura de la asunción de María a la gloria del Eterno. María es la primera mujer en participar plenamente en la suerte de su Hijo divino; unida a él como madre y “compañera singularmente generosa” que “cooperó de forma enteramente impar” a su obra de Salvador (Lumen Gentium 62), comparte su gloria, asunta en cuerpo y alma al cielo.

El concepto expresado por la primera lectura es completado por la segunda (1 Cor 15, 20-26). San Pablo hablando de Cristo, primicia de los resucitados, concluye que un día todos los creyentes tendrán parte de su glorificación. Pero en diferente grado: “Primero Cristo como primicia; después, todos los cristianos” (ib 23). Y entre “los cristianos” el primer puesto pertenece sin duda a la Virgen, que fue siempre suya porque jamás estuvo ajada por el pecado. Es la única criatura en quien el esplendor de la imagen de Dios nunca fue ofuscado; es la “inmaculada concepción”, la obra intacta de la Trinidad, en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han podido siempre complacerse, recabando de ella una respuesta total a su amor.

La respuesta de María al amor de Dios resuena en el Evangelio de este día (Lc 1, 39-59), tanto en las palabras de Isabel que exaltan la gran fe que ha llevado a María a adherirse sin vacilación al querer divino, como en las de la misma Virgen que entona un himno de alabanza al Altísimo por las cosas grandes que ha hecho en ella. María no se mira a sí misma sino para reconocer su pequeñez, y de ésta se eleva a Dios para glorificar su dignación y misericordia, su intervención y su poder en favor de los pequeños, de los humildes y de los pobres, entre los cuales se coloca ella con suma sencillez. Su respuesta al amor inmenso de Dios que la ha elegido entre todas las mujeres para madre de su Hijo divino es invariablemente la dada al ángel: “Aquí está la esclava del Señor” (ib 38).

Para María ser esclava significa estar totalmente abierta y disponible para Dios: él puede hacer de ella lo que quiera. Y Dios, después de haberla asociado a la pasión de su Hijo, la ensalzará un día realizando en ella las palabras de su cántico: “derriba del solio a los poderosos y enaltece a los humildes” (ib 52); pues la humilde esclava, en efecto, “fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial…, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de los señores” (Lumen Gentium 59). En María asunta al cielo la cristiandad entera tiene una poderosa abogada y también un magnífico modelo. De ella aprenden todos a reconocer la propia pequeñez, a ofrecerse a Dios en total disponibilidad a sus quereres y a creer en el amor misericordioso y omnipotente con fe inquebrantable.

 

“¡Oh amor de María, oh ardiente amor de la Virgen!, eres demasiado ardiente, demasiado vasto…, un cuerpo mortal no puede contenerte; es demasiado abrasado tu ardor para que pueda ocultarse bajo esta pobre ceniza. Ve…, brilla en la eternidad; ve, arde, quema delante del trono de Dios…, apágate aquí y multiplícate en el seno de este Dios, único capaz de contenerte! (J. B. Bossuet, La Asunción de la Virgen, 1, 1).

“¡Oh Virgen Inmaculada, Madre de Dios y madre de los hombres! Nosotros creemos con todo el fervor de nuestra fe en tu asunción triunfal en cuerpo y alma al cielo, donde eres aclamada Reina por todos los coros de los ángeles y todos los ejércitos de los santos; nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que te ha ensalzado sobre todas las demás puras criaturas, y para ofrecerte las aspiraciones de nuestra devoción y de nuestro amor.

Sabemos que tu mirada, que acariciaba maternalmente la humanidad abatida y doliente de Jesús en la tierra, se sacia en el cielo con la vista de la humanidad gloriosa de la Sabiduría increada y que la alegría de tu espíritu al contemplar cara a cara a la adorable Trinidad hace a tu corazón estremecerse de beatificante ternura; y nosotros, pobres pecadores, nosotros a quienes el cuerpo corta el vuelo del alma, te suplicamos purifiques nuestros sentidos, para que aprendamos desde aquí abajo a gustar a Dios, a Dios sólo, en el encanto de las criaturas.

Confiamos que tus ojos misericordiosos se inclinen sobre nuestras miserias y sobre nuestras angustias, sobre nuestras luchas y sobre nuestras debilidades, que tus labios sonrían compartiendo nuestros gozos y nuestras victorias; que escuches a Jesús decirte de cada uno de nosotros, como en otro tiempo del discípulo amado: “Ahí tienes a tu hijo”. Y nosotros que te invocamos como Madre nuestra, te tomamos, como Juan, por guía, fuerza y consuelo de nuestra vida mortal.

Desde esta tierra, donde peregrinamos, confortados por la fe en la futura resurrección, miramos hacia ti, nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra esperanza. Atráenos con la dulzura de tu voz, para mostrarnos un día, después de este destierro, a Jesús, fruto bendito de tu vientre, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María” (Su Santidad Pío XII, Papa).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

VIRGEN MARÍA: Nuestra Señora de Luján

 

Documental que narra la historia de la Virgen de Luján y su Santuario, como así también la evolución de la Villa y luego la ciudad de Luján, que nació y creció alrededor de la imagen de María.

Se trata en imágenes, música y palabras, la permanente y estrecha vinculación de la Virgen con el pueblo y los principales acontecimientos religiosos ocurridos con su aparición.

Se registra el fenómeno de la religiosidad popular que produce la devoción mariana y se presentan otros interesantes aspectos de ese centro de oración, piedad, penitencia y fiesta que es la Basílica de Luján.

Realizado por San Pablo Film, Buenos Aires, Argentina, 1993.


domingo, 10 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 19º Domingo del Tiempo Ordinario: “No temas, pequeño rebaño…”

 

“Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal 32,22).

Vida de fe a la espera de la patria celestial: tal podría ser la síntesis de la Liturgia de este día, a partir de un breve fragmento del libro de la Sabiduría (18, 5-9) que recuerda la fatídica noche de la liberación del pueblo elegido. Noche de luto y exterminio para los egipcios, que, habiendo rechazado la Palabra de Dios, anunciada por Moisés, vieron perecer a sus primogénitos; noche de alegría y libertad para los hebreos, que habiendo creído en las promesas divinas, fueron respetados e iniciaron la marcha liberadora hacia el desierto donde Dios les esperaba para estipular con ellos la alianza.

La fe o la falta de ella deciden la suerte de esos dos pueblos, y mientras se abate la ruina de los incrédulos, viene la salvación sobre los creyentes. Toda la historia del pueblo hebreo elegido por Dios como pueblo “suyo” está tejida sobre la trama de la fe.

Se continúa el tema con la segunda lectura (Hb 11, 1-2. 8-19) donde san Pablo bosqueja con singular maestría la gran figura de Abrahán, el padre de los creyentes. Toda la vida del patriarca está acompasada por su fe magnífica. Por la fe obedece a Dios, deja su tierra y parte hacia un destino no precisado. Por la fe cree que aunque encorvado ya por los años, tendrá un hijo de la anciana Sara. Por la fe no vacila, a un mandato divino, en sacrificar a Isaac, su hijo único del que esperaba la descendencia prometida por Dios. Abrahán cree contra toda evidencia y espera, pensando “que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos” (ib 19). Su conducta demuestra con claridad que “la fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (ib 10).

También el Evangelio del día (Lc 12, 32-48) invita a la espera: “Lo mismo vosotros, estad preparados” (ib 40); prontos en la fe y en la esperanza para el día del Señor y la celestial Jerusalén. La perícopa se inicia con una promesa rebosante de ternura más que paterna: “No temas pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (ib 32). Los discípulos de Jesús, auque pocos y dispersos en medio de un mundo incrédulo, no deben temer, pues el Padre los ha constituido herederos del Reino y sobre él se apoya en su certeza de alcanzarlo un día. Pero deben, como Abrahán, renunciar a las seguridades terrenas y aceptar vivir como pobres, desasidos y desarraigados, totalmente vueltos hacia el verdadero tesoro que no está en la tierra sino en los cielos.

Por eso nada de preocupaciones y afanes excesivos por las cosas temporales, sino cuidar de ellas teniendo “Ceñida la cintura y encendidas las lámparas; como los que aguardan a que su señor vuelva para abrirle apenas venga y llame” (ib 35-36). Sigue la parábola del administrador fiel, cuyo objeto es subrayar la grave responsabilidad de cuantos están encargados de proveer a los hermanos. ¡Ay de ellos si en la espera del amor que “tarda en llegar” (ib 45), se aprovechan de su posición a expensas de los que fueron confiados a sus cuidados. La larga espera no puede autorizar ninguna negligencia o intemperancia.

¿Cuándo vendrá el Señor? ¿Cuándo y cómo seremos introducidos en su reino? Esto es secreto de Dios. También los cristianos, como Abrahán, deberán aguardar con fe y esperanza sin saber el cuándo o el cómo del cumplimiento de las divinas promesas.

 

Señor, te pido una fe nueva, viva, profunda... Mi alma, más dura que una piedra, más insensible que el acero, más árida que el desierto, está ávida de beber a grandes sorbos esta ola de fe y de amor..., ya que es de fe de lo que necesito, y de amor y caridad, porque mi alma está fría; y este entusiasmo y esta fe me los ofrecerá la Virgen santa, consoladora de los pecadores... Así me elevaré a las esferas más altas de nuestro cristianismo... con la fe poderosa, con el corazón puro; un cristianismo como el de los tiempos de Esteban.

Esto pido, Cristo Jesús, no otra cosa: fe, plenitud de fe y voluntad pura de servirte a ti y a tu Iglesia. (Canovai, Suscipe, Domine).

“Señor, si dices que vigilemos y estemos preparados, es porque a la hora que menos lo pensemos, te presentarás tú. Así quieres que estemos siempre dispuestos al combate y que en todo momento practiquemos la virtud. Es como si dijeras: Si el vulgo de las gentes supieran cuándo había de morir, para aquel día reservarían absolutamente su fervor. Así, pues, para que no limiten su fervor a ese día, no revelas ni el común ni el propio de cada uno, pues quieres que te estemos siempre esperando y seamos siempre fervorosos. De ahí que dejaste también en la incertidumbre el fin de cada uno. Sabiendo que has de venir infaliblemente, haz que vigilemos y estemos preparados a fin de que no nos lleven desapercibidos de este mundo.

Señor, tú exiges de tu siervo prudencia y fidelidad. Lo llamas “leal”, porque no sisó nada ni dilapidó vana y neciamente de los bienes de su señor; lo llamas “prudente”, porque supo administrar como debía lo que se le había confiado. Haznos también a nosotros, Señor, siervos leales y prudentes, para que no usurpemos nada de cuanto te pertenece y administremos convenientemente tus bienes” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 2, 3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 3 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 18º Domingo del Tiempo Ordinario: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!”

 

“Venid, aclamemos al Señor…, la roca que nos salva” (Sal 95, 1).

El tema que nos ofrecen las lecturas de este domingo se refiere al valor de las realidades terrenas –vida, trabajo, riquezas, etc.- y al comportamiento del cristiano frente a ellas. La primera lectura (Ecle 1, 2; 2, 21-23) declara la vanidad, es decir, la inconsistencia de las cosas terrenas que pasan con la fugacidad del viento: “Vanidad de vanidades…, todo es vanidad”. La vida del hombre es breve, destinada a la muerte; su trabajo y su sabiduría pueden a lo más procurarle un buen patrimonio, pero un día se verá forzado a abandonarlo.

Entonces ¿para qué afanarse? “¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?” (ib 2, 22). ¿Para qué sirven sus días agobiados de dolor y preocupaciones? ¿Para qué sus noches insomnes? Este breve fragmento no da la respuesta, y se limita a observar que la vida terrena vivida por sí misma, sin relación a Dios y a un fin superior, es totalmente desilusoria. Ya en el Antiguo Testamento, y sobre todo en el libro de la Sabiduría que habla de la inmortalidad del hombre, se da una solución a este problema. Pero sólo el Nuevo Testamento da la respuesta definitiva: todas las realidades terrenas tienen un valor en relación a Dios y por lo tanto, cuando son empleadas según el orden querido por él.

A esto alude la segunda lectura (Col 3, 1-5. 9-11) con la conocida frase paulina: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba…; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (ib 1-2). El cristiano regenerado por el bautismo a una vida nueva en Cristo sabe que su destino no está encerrado en horizontes terrenos y que, aun atendiendo a los deberes de la vida presente, su corazón debe estar dirigido al fin último: la vida eterna en la eterna comunión con Dios. No espera, pues, de la vida terrena la felicidad que ella no puede darle y que sólo en Dios puede hallar. Por consiguiente, en el uso de los bienes terrenos será moderado y sabrá mortificarse –en sus pasiones, en sus deseos desordenados, en sus codicias (ib 5)-, para morir al pecado que lo aparta de Dios y para vivir, por el contrario, “con Cristo en Dios” (ib 3).

Pero la respuesta directa a todos estos cuestionamientos está en el Evangelio del día (Lc 12, 13-21) y está introducida en el rechazo resuelto de Jesús a intervenir en la partición de una herencia. El ha venido a dar la vida eterna y no a ocuparse de los bienes transitorios que no pueden dar estabilidad alguna a la existencia del hombre. “Mirad: guardaos de toda clase de codicia -dice el Señor-. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de los bienes” (ib 15). E inmediatamente añade la parábola del rico necio que demuestra gráficamente la sabiduría de su enseñanza. Un hombre tuvo una gran cosecha, hasta el punto de no saber dónde almacenarla. Pero mientras proyectaba la construcción de nuevos graneros y se propone gozar largamente de esos bienes, es llamado por Dios a cuentas y oye que le dicen: “Lo que has acumulado ¿de quien será?” (ib 20).

La necedad y el pecado de este hombre están en haber acumulado riquezas con el objeto único de gozarlas egoístamente: “Hombre…, túmbate, come, bebe y date buena vida” (ib 19), sin pensar en las necesidades del prójimo ni en los deberes para con Dios. Dios está totalmente ausente de sus proyectos, como si su vida, lejos de depender de él, dependiese de sus bienes: “tienes bienes acumulados para muchos años” (ib). Pero aquella misma noche queda cortada su vida y se encuentra ante Dios con las manos vacías, carente de obras válidas para la eternidad. Y la parábola concluye: “Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”.

 

“Todo pasa bajo el cielo: primavera, verano, otoño, invierno, cada estación llega a su turno. Pasan las fortunas del mundo: el que antes dominaba, es ahora abatido, y se eleva en cambio, el que antes estaba en tierra. Cuando las fortunas se hunden, la riqueza bate las alas y vuela. Los amigos se hacen enemigos, y los enemigos, amigos, y cambian también nuestros deseos, nuestras aspiraciones y nuestros proyectos. No hay nada estable fuera de ti, Dios mío. Tú eres el centro y la vida de todos los que, siendo mudables, confían en ti como un Padre, y vuelven a ti los ojos, satisfechos de poder dejarse en tus manos.

Sé, Dios mío, que debe operarse en mí un cambio, si quiero llegar a contemplar tu rostro. Se trata de la muerte. Cuerpo y alma deben morir a este mundo. Mi persona, mi alma tienen que ser regeneradas, porque sólo el santo puede llegar a verte… Haz que día a día me vaya modelando según tú y, abandonándome en tus brazos, sea transformado de gloria en gloria. Para llegar hasta ti, oh Señor, es preciso que pase por la prueba, la tentación y la lucha. Aun cuando yo no capte exactamente lo que me espera, sé al menos esto y sé también que si tú estás a mi lado, caminaré hacia lo mejor no hacia lo peor. Cualquiera sea mi suerte, rico o pobre, sano o enfermo, rodeado de amigos o abandonado a mí solo, todo acabará mal, si quien me sostiene no es el Inmutable. Todo, en cambio, acabará bien, si tengo a Jesús conmigo, a Jesús que es el mismo hoy, mañana y siempre” (J. H. Newman, Madurez cristiana).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 27 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 17º Domingo del Tiempo Ordinario: “Pedid, buscad, llamad…”

 

«Señor, tu misericordia es eterna; no abandones la obra de tus manos» (SI 38, 8).

La plegaria del hombre y la misericordia condescendiente de Dios son los temas que se entrelazan en las lecturas de este día. En primer lugar se presenta la conmovedora y atrevida oración de Abrahán en favor de las ciudades pecadoras (Gn 18, 20-32; 1.a lectura), magnífica expresión de su confianza en Dios y de su solicitud por la salvación de los demás. Dios le ha revelado su designio de destruir a Sodoma y Gomorra pervertidas hasta el colmo, y el patriarca busca detener el castigo en consideración a los justos que podría haber entre los pecadores. Pero desde la propuesta de cincuenta justos se ve obligado a bajar gradualmente hasta el exiguo número de diez: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez justos?» (ib 32).

Ni la benévola condescendencia de Dios que va aceptando la reducción del número, ni la cordial súplica de Abrahán consiguen salvar la ciudad por culpa de la general corrupción; sólo la familia de Lot será salvada para testimoniar la misericordia divina y el poder de la intercesión de Abrahán. El episodio quedará como un, documento de las terribles consecuencias de la obstinación en el mal y de la fuerza reparadora del bien, por la cual sólo diez justos -si los hubiese habido- habrían podido impedir la ruina de la ciudad.

Pero en el Nuevo Testamento se abre una nueva y maravillosa página de la misericordia de Dios: un solo justo, «el siervo de Yavé» anunciado por los profetas, basta para salvar no dos ciudades ni una nación, sino a la humanidad entera. En vista de la pasión de Cristo, Dios perdonó todos los pecados de los hombres, borró «el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz» (CI 2, 14; 2.a lectura). Esta frase Imaginativa de Pablo expresa muy bien cómo la deuda enorme de los pecados de todo el género humano ha sido anulada con la muerte de Cristo. Sin embargo, ni esa superabundante expiación aprovechará al hombre, si éste no colabora con Su renuncia personal.

El Evangelio del día (Lc 11, 1-13) vuelve a tomar de lleno el tema de la oración. Jesús, interrogado por sus discípulos, les enseña a orar: «Cuando oréis decid: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino"» (ib 2). Abrahán, el amigo de Dios, lo llamaba «mi Señor»; el cristiano, autorizado por Jesús, lo llama «Padre», nombre que da a su plegaria un tono completamente nuevo: filial, por el que puede derramar libremente su corazón en el corazón de Dios, exponiéndole sus necesidades en la forma sencilla y espontánea que indica el «Padre nuestro».

Además, con la parábola del amigo importuno, que sigue inmediatamente, enseña Jesús a orar con perseverancia e insistencia -como hizo Abrahán-, sin miedo a ser indiscretos: «pedid, buscad, llamad». Para Dios no hay horas inoportunas; nunca siente fastidio por la oración humilde y confiada de sus hijos, antes bien se complace en ella: «Quien pide, recibe, quien busca halla, y al que llama, se le abre» (ib 10). Y si no siempre obtiene el hombre lo que desea, es seguro que su oración nunca es vana, pues el Padre celestial responde siempre a ella con su amor y su favor, aunque tal vez de modo oculto y diferente a lo que el hombre espera.

Lo importante no es obtener esto o aquello, sino que nunca le falte la gracia de ser fiel a Dios cada día. Esta gracia está asegurada al que ora sin cansarse: «Si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (ib 13). En el don del Espíritu Santo se incluyen todos los bienes sobrenaturales que Dios quiere conceder a sus hijos.

 

¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad...! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores; éstos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 8, 3).

Oh Jesús, creemos que lo puedes todo y que nos concederás todo lo que te pidamos con fe; nos lo concederás porque eres infinitamente bueno y omnipotente; nos otorgarás más aún, pues lo has prometido formalmente. Nos lo concederás sea dándonos la cosa pedida, sea dándonos otra mejor. Si nos haces esperar, si recibimos tarde o tal vez nunca, estamos seguros de que la espera es lo mejor para nosotros, de que el recibir tarde o tal vez nunca es mejor para nosotros que recibir enseguida. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Evangelio).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

sábado, 26 de julio de 2025

COLUMNISTA INVITADO: Sobre la amistad, por Monseñor Héctor Rubén Aguer

 

En Argentina, desde hace unos años, el 20 de julio se celebra el Día del Amigo. La iniciativa nació por inspiración masónica, en nombre de la “fraternidad universal”; por la llegada del hombre a la Luna, en esa fecha de 1969. En realidad, el Día del Amigo debe celebrarse el 2 de enero; en que se conmemora a San Basilio y San Gregorio Nacianceno, que estudiaron juntos en Atenas, y tuvieron una profunda amistad en el Señor.

El actual fenómeno de las redes sociales multiplica los casos de amistades “virtuales”, es decir: no reales, no verdaderas. Los filósofos griegos y romanos comprendieron y explicaron el hecho profundamente humano de la amistad. Aristóteles, en su “Ética a Nicómaco” dedica a la amistad un capítulo, que ha sido fuente de muchos tratados posteriores. Marco Tulio Cicerón escribió un pequeño libro “De amicitia”, en el que expresa que “la amistad verdadera se basa en la virtud, ya que solo los virtuosos pueden amarse desinteresadamente, sin buscar utilidad o placer”.

Esto significa que la amistad se da entre gente buena y buscando el bien del otro. Fuera de eso, no existe amistad verdadera, porque ésta es un amor desinteresado que implica confianza absoluta, lealtad, generosidad, y al menos por algún tiempo, el encuentro personal. Corresponde comparar esta realidad con el desfogue sexual que hoy día se ventila desvergonzadamente.

Cicerón decía, asimismo, que la amistad era también “un acuerdo perfecto en todas las cosas divinas y humanas, con benevolencia y afecto”; se trata de un acuerdo en lo fundamental: cómo vivir bien y cómo morir bien, y todo lo demás se ordena según ese fundamento. Especialmente se muestra la amistad cuando alguno de los amigos atraviesa por una desgracia. Séneca, por su parte, escribió un “De amicitia”.

La definición de Santo Tomás de Aquino es completa y perfectísima. Dice, en latín, que la amistad es “amor mutuae benevolentiae, fundatus in aliqua communicatione”. Se trata, pues, de amor mutuo que quiere el bien, y de un encuentro personal en el que se goza de lo que es común. No es, entonces, algo “virtual”, sino una realidad virtuosa, plenamente humana, que no se identifica con la mera atracción. El encuentro personal es la clave del ejercicio de la amistad. Esto es lo que falta en las presuntas “amistades virtuales”, que son realidades provisorias, circunstanciales.

La amistad se educa en la familia inculcando primeramente a los hijos el respeto a todos; ellos, también, la aprenden percibiendo el amor que los padres se dispensan entre sí.

AMISTAD CON DIOS

Existe, asimismo, una amistad con Dios; la Iglesia es la comunidad de los amigos de Dios, aunque ellos se encuentren geográficamente separados. Cuando se realiza el encuentro personal, se ejercita la amistad cristiana. La Iglesia debe extenderse aún en muchas naciones donde se halla apenas representada, según el mandato de Jesús a sus Apóstoles: ir por todo el mundo y hacer discípulos en todos los pueblos. Entonces se multiplicará el fenómeno divino–humano de la amistad. En suma: no se trata de “virtual”, sino de virtud. De amor.

 

+ Héctor Aguer*, Arzobispo Emérito de La Plata.

Buenos Aires, 22 de julio de 2025.

Arzobispo emérito de La Plata

 

*Nació en Buenos Aires, el 24 de mayo de 1943; ordenado sacerdote el 25 de noviembre de 1972, en Buenos Aires, por monseñor Juan Carlos Aramburu, arzobispo coadjutor de Buenos Aires; elegido obispo titular de Lamdia y auxiliar de Buenos Aires, el 26 de febrero de 1992, por Juan Pablo II; ordenado obispo el 4 de abril de 1992, en la catedral de Buenos Aires por el cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires; promovido a arzobispo coadjutor de La Plata el 26 de junio de 1998, tomó posesión del cargo el 8 de septiembre de 1998; inició su ministerio pastoral, por sucesión, como séptimo arzobispo de La Plata (noveno diocesano) el 12 de junio de 2000. El papa Francisco le aceptó la renuncia por edad el 2 de junio de 2018. Académico Honorario de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino. Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y Académico Correspondiente de la Academia Provincial de Ciencias y Artes de San Isidro. Gran Prior para la Argentina de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén y Capellán Conventual «ad honorem» de la Soberana Orden Militar de Malta. Es licenciado en Teología por la Universidad Católica Argentina (Buenos Aires, 1977). Lema episcopal: «Silenti opere».

jueves, 24 de julio de 2025

APOLOGÉTICA HOY (audios): El hombre creado a imagen y semejanza de Dios

Programa radiofónico: "APOLOGÉTICA HOY, Colaboradores de la Verdad".

Director: Padre José Antonio Medina.

Episodio Nº 40.

Tema: El hombre creado a imagen y semejanza de Dios

Contenido:

-      El hombre creado a imagen y semejanza de Dios (Apologética Fundamental)

1 - “A imagen de Dios”.

2 - Une el mundo espiritual y el mundo material.

3 - Es creado “hombre y mujer”.

4 - Dios lo estableció en la amistad con él. 

Fecha de emisión original en Radio María España el miércoles 23 de julio de 2025.